¡A ponerse series! (XXXI): Galáctica, estrella de combate

19 abril, 2018

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Unidades coloniales de Galáctica, preparados para interceptar (los cylones).

Una introducción evocativa, con la estupenda voz en español de Carlos Revilla (1933-2000), hace referencia a aquellos que enseñaron a los humanos, fuesen quiénes fuesen, y nos introduce en el universo de Galáctica, estrella de combate (Battlestar Galactica, Universal 1978-1979), una de las series más apreciadas y recordadas por toda una generación de televidentes (no haré referencia a su posterior remake porque nunca me ha apetecido verlo: no quiero decir que sea malo, sencillamente lo desconozco).

Lo curioso de este prólogo es que se sitúa fuera del escenario dramático de la serie; es decir, que es terrestre y no galáctico, siendo una reflexión desde la Tierra, que habla de nuestros posibles hermanos del cosmos.

Ideada por Glen A. Larson (1937-2014), responsable de muchas series icónicas de la época, Galáctica, estrella de combate cuenta con una potente banda sonora de calidad, compuesta por Stu Phillips (1929). La mejor edición, desde mi punto de vista, es la original de 1978 (editada en CD por un sello privado del propio Phillips, y más tarde, reeditada por Geffen Records e Intrada). Y lo es porque recogía todo el material sonoro del capítulo piloto, así como del resto de la serie. La posterior grabación de Varèse Sarabande (1999), dirigida nuevamente por el compositor, era eficiente, pero le faltaban los temas setenteros (disco) incorporados al mencionado piloto.

En realidad, este capítulo introductorio conformaba los tres primeros episodios de la serie. Fue producido por el especialista de efectos especiales John Dykstra (1947), y por Leslie Stevens (1924-1998), y dada su calidad, montado en forma de largometraje para su exhibición en las salas comerciales. En España fue editado en video y DVD de tal modo, como película independiente, rescatándose el resto de capítulos en formato DVD (en todas las ocasiones por Universal).

El director de este material al que se dio forma de película fue Richard A. Colla (1936), aunque a lo largo de la serie también intervinieron realizadores afines al medio televisivo, como Christian I. Nyby II (1941), Donald Bellisario (1935), Daniel Haller (1926), Vince Edwards (1928-1996), Rod Holcomb (-) o Alan J. Levi (-).


Los principales protagonistas de este épico retorno a casa son el capitán Apolo (Richard Hatch), el teniente Starbuck (Dirk Benedict), alérgico al compromiso amoroso; los pilotos Boomer (Herb Jefferson Jr.) -luego teniente- y Yoli (Tony Swartz), miembros todos del Escuadrón Azul; y por descontado, el comandante Adama (un estupendo Lorne Greene), padre de Apolo y Atenea (Maren Jensen), el coronel Tigh (Terry Carter), y el alevoso Baltar (John Colicos). A ellos se sumarán otros personajes de interés como la técnico de enfermería (y ex prostituta) Casiopea (Laurette Spang), uno de los personajes más entrañables de la serie; el sargento Greenbean (Ed Begley Jr.), la teniente Sheba (Anne Lockhart), la ex reportera Serina (Jane Seymour), el demoniaco conde Iblis (Patrick McNee, asimismo, voz del prólogo en la versión original), el simpático y farfullero capitán Dimitri (Fred Astaire), el profesor Ravashol (Dan O’Herlihy), los doctores Wilker (John Dulaghan), científico, y Salik (George Murdock), cirujano; los renegados Croft (Roy Thinnes) y Thane (James Olson), el androide Tenna (Britt Ekland), el alienígena Maga (Lance LeGault), la terráquea Brenda (Melody Anderson), el angélico John (un estupendo Edward Mulhare), y para aderezar aún más la grata macedonia, el quisquilloso y estricto Cronus (Paul Fix), comandante de la nave Celestra; los consejeros Sir Anton (Wilfrid Hyde-White), Sir Montrose (John Williams) y Sir Domra (John Hoyt), el fatuo comandante Cain (Lloyd Bridges), y al fin, el comandante Leiter (Lloyd Bochner), hostil representante de la extraterrestre Alianza del Este.


Los descartes de montaje en la edición cinematográfica, respecto al material que se pudo ver en la televisión, no son relevantes, aunque sí puede ser entretenido consignarlos. Básicamente, estos hacen referencia a algunas conversaciones privadas entre el coronel Tigh y el comandante Adama, en los aposentos de este último, así como entre Atenea y Starbuck, o Atenea y su padre; además de una nueva invocación a destruir nuestras armas por parte del desquiciado Uri (el estupendo y divertidamente paródico Ray Milland) en el bar galáctico. Lo más destacable, pese a todo, son algunas imágenes de Serina ejerciendo su profesión de reportera en el planeta Capricornio, y el epílogo entre el líder supremo de los cylones y Baltar, con el ajusticiamiento de este último. Huelga decir que, a diferencia del montaje cinematográfico, Baltar no muere en la serie, para proseguir con sus fechorías.

A lo largo de la misma también encontramos planos intercambiables, entresacados de otros capítulos. Incluso imágenes de archivo, como las recurrentes astronaves de Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1971), incluidas en los capítulos Los magníficos guerreros (The Magnificent Warriors) o La guerra de los dioses (War of the Gods), por medio de insertos y transparencias, denotando los problemas que sufre la flota para poder abastecerse de alimentos.

Pese a echar mano de estos planos, la realización ofrece a cambio secuencias de vuelo y batallas bien coreografiadas, además de un atractivo diseño de las naves, incluida la de los dioses celestes. Pero característica de Galáctica, estrella de combate es que no superpone el aspecto tecnológico al humano. Así sucede durante la escena del encuentro, a puerta cerrada y micrófono abierto, entre Tigh y Adama, en el hangar de lanzamiento, o con la charla padre e hijo, o la camaradería desplegada en el puesto galáctico, o antro de juego, que sirve de coartada a los oviones (unas hormigas grandotas) y los cylones, en el planeta Carillón (momentos del capítulo piloto).


Los nombres de las colonias responden a los doce signos zodiacales, y en verdad es una pena que no se incidiera más en este aspecto a lo largo de la serie, porque la aportación es magnífica. Aun así, se trata de una característica que trata de trasladarse, siquiera de forma somera, al carácter de algunos de los personajes de soporte.

Estas doce colonias, se piensa que fueron originarias de una cultura común, el llamado pueblo de Kobol, que será visitado por nuestros protagonistas en el doble capítulo El planeta de los dioses (The Planet of the Gods). Siguiendo con esta lógica, se cree que de él también partió una treceava colonia, que sería la correspondiente a la Tierra. De este modo, Kobol es el mundo madre de todos los seres humanos; no por casualidad, un émulo del Antiguo Egipto.

Entre los momentos más destacados, podemos citar el del cylon escacharrado y el posterior duelo en la calle de un poblado, en El guerrero perdido (The Lost Warrior). O el rayo de la “estrella de la muerte” de un mundo cubierto por la nieve (Un cañón en el planeta de hielo Zero: Gun on Ice Planet Zero). También la escena del paso por la minada Nova de Madagón, en el capítulo piloto, o la imagen de Apolo y Starbuck flotando en el vacío del cosmos en Fuego en el espacio (Fire in Space). Y aunque el compromiso entre Apolo y Serina descoloca un tanto a Starbuck, en El planeta de los dioses, queda claro que nada empaña la sólida amistad entre ambos.


Otros buenos momentos los encontramos cuando las estrellas desaparecen en un océano de oscuridad, en El guerrero perdido, donde, a lo largo de una maniobra de distracción, Apolo se ve forzado a aterrizar en un planeta con gente que habla el mismo idioma: humanos desperdigados por toda la galaxia serán una constante a lo largo del periplo de la Galáctica. Ello plantea situaciones ya clásicas en muchas series (salvando las distancias siderales), como el acercamiento a una viuda ranchera (Kathy Cannon) y su influenciable hijo (Johnny Timko), al estilo de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1952), en el antedicho capítulo, así como un incendio a bordo de la Galáctica tras el ataque kamikaze de los cylones, mientras tiene lugar una delicada operación quirúrgica, en Fuego en el espacio; la rivalidad con una latosa leyenda viva, en este caso, el presumido comandante Cain, en el capítulo homónimo (The Living Legend; al menos servirá para que a su hija Sheba se le bajen los humos); o un asesinato en la flota, con el avieso fiscal de rigor (Brock Peters), y el consiguiente juicio (en el que Apolo actúa como esforzado defensor), en Asesinato en el Rising Star (Murder on the Rising Star); o en fin, el inevitable motín a bordo, seguido de un sepelio en el espacio, en Tomar la Celestra (Take the Celestra).

Por cierto, que el nombre del asesino en el señalado Asesinato en el Rising Star, -no desvelo la identidad del actor- es Caribdis, apelativo que responde al monstruo marino de la mitología griega, al igual que sucedía con uno de los nombres que se barajaban en un capítulo de la serie original de Star Trek (1966-1969), titulado Un lobo en el redil (A Wolf in the Fold, 1967).

A todo ello podemos añadir la atractiva particularidad de un Adama que consigna sus dudas y avances en un magnetofón (el diario de a bordo), o la bonita idea de un perro artificial, cuidado por Boxie (Noah Hathaway), un niño adoptado, como casi todo el mundo lo ha sido en este éxodo.


Pero no solo la Galáctica se ve asediada por los cylones. También lo es por el llamado Consejo de los Doce, órgano de gobierno cuyos delegados no comprenden (por algo son políticos), que la paz no se alcanza a cualquier precio, y menos al de sacrificar la dignidad, anulando los medios de defensa y claudicando ante los cylones (en suma, teniendo miedo a aplicar las leyes que han sido promulgadas). En este sentido, la soledad del comandante Adama es total, y responde a la de todo líder-guerrero que sí sabe establecer la diferencia entre atacar y defender; en definitiva, que se hace necesario para luego ser desechado. Su situación de desamparo queda bien expuesta cuando manifiesta, ante el presidente del Consejo (Lew Ayres), en el citado capítulo piloto, que nosotros amamos la libertad, la independencia, sentir, aprender y combatir la opresión. Por desgracia, sus palabras caen en el saco roto de un Consejo ajeno a toda realidad. Tras la emboscada a las colonias y sus emisarios de paz, solo la nave base Galáctica se mantiene en el aire.

Pero las amenazas no se han extinguido para sus supervivientes. El buenismo contraataca en la figura del consejero Uri, portavoz del no a la guerra; por descontado, en su vertiente más demagógica e irresponsable. Además, a la Galáctica se suman otros cruceros desperdigados de aquí y de allá, y el convoy espacial emprende el camino, sostenido más por la leyenda que por la certeza, hacia el mítico planeta llamado Tierra.

A esta esperanza de descender de una civilización común se aferran estos auténticos hermanos del espacio, ya que es duro imaginar que todo lo que constituye nuestra cultura perviva únicamente en una nave nodriza y en sus acompañantes.


Al asunto de destruir nuestras armas volverá a aparecer en otros capítulos, como el referido El planeta de los dioses o La fuga de Baltar (Baltar’s Escape), donde padecemos otra ventolera del Consejo, en forma de diálogo con unos criminales irredentos que repudian todo lo que represente el cumplimento de la ley. Política del Consejo, insiste la asesora Tinia (Ina Balin), en lo que es una fragrante falta de respeto a quien detenta la autoridad logística por derecho propio (Adama). Precisamente, será el comandante quien destruya los misiles que han sido enviados a la colonia de Terra, para devastarla, en Experimento en Terra (Experiment in Terra). En definitiva, el episodio se ceba en el ridículo de cierta diplomacia, ya puesta en entredicho en otro de los capítulos de Star Trek, titulado El apocalipsis (A Taste of Armageddon, 1967).

Claro que peor que Uri y el resto de consejeros es el conde Baltar (el impagable John Colicos), responsable de la aniquilación y ruina de las colonias, en lo que es una traición a su propia raza. Un malo como mandan los cánones, puro y desorbitado, aunque sus “razones” queden envueltas en las brumas de la imaginación y el pliegue espaciotemporal de los guiones. De hecho, elementos humorísticos se van incorporando a lo largo de la serie, de la mano del irónico robot Lucifer (Jonathan Harris), subalterno de Baltar, que asegura que los humanos están mal construidos, enseguida se estropean (Los jóvenes guerreros: The Young Lords), por no hablar de la megalomanía y cobardía del propio Baltar, que lo acercan más al universo de los dibujos animados antológicamente desprejuiciados, dando al traste con todos sus planes. Algo así como el Coyote del Correcaminos.


Especialmente interesante es La guerra de los dioses, donde el sibilino y omnisciente conde Iblis pasa de ser contemplado como un representante de lo paranormal en la galaxia, a ser tenido por el ángel caído. Sin embargo, lo extranatural persiste en la forma de unas luces espectrales, auténticos objetos volantes no identificados, tanto para humanos como para cylones. De hecho, los pilotos coloniales son literalmente abducidos por esta inmensa nave luminosa e interdimensional.

Como queda demostrado, Iblis no es precisamente una divinidad. Estamos luchando contra algo que no comprendemos, resume Adama, ante un Iblis que anticipa, esta vez de forma honesta, que la muerte no es el final. No obstante, será Apolo quien plantee la cuestión vital: si Iblis forma parte de una realidad ya establecida o predecible, ello significa que humanos (y humanoides) no tienen el control sobre sus destinos, añadiendo que la libertad de elección es piedra angular de nuestra civilización. Ejemplo de ello es Baltar, que cree estar a bordo de la Galáctica por propia voluntad, como un invitado, cuando lo cierto es que ha sido Iblis el que ha propiciado su entrega. ¿O es todo ello producto de la capacidad de Iblis para poder conocer el futuro de forma anticipada? La conclusión es que, como la polaridad forma parte del universo, el mal se hace necesario para dicha capacidad de elección. Así, como todo componente se bifurca en lo bueno y lo malo, el populista Iblis hace atractiva la idea de lo fácil, lo aparente, lo falsamente benigno, para lograr sus propósitos, que no son otros que los de crear adeptos. Le ha dado al pueblo lo que quería, precisa Tigh, a lo que Adama se pregunta por el precio que todos habrán de pagar. Curiosamente, será el comandante de la Galáctica quien demuestre poseer ciertas habilidades telequinéticas, contempladas en su adiestramiento militar, en otro simpático acierto del guión. Como lo es que Iblis no permita a Sheba contemplar el cuerpo de su padre, desaparecido en combate; o finalmente, la equiparación de las luces atrayentes y misteriosas con entidades angélicas.


El antedicho podría haber sido el último capítulo de la serie, narrativamente hablando, al poseer los tripulantes de la Galáctica los parámetros espaciales que permiten acceder al emplazamiento de la Tierra (dados por los seres angélicos). Pero aún quedan varias aventuras destinadas a los tripulantes y pasajeros de la Galáctica y su flota, y más particularmente, a los integrantes del Escuadrón Azul. En El hombre de las nueve vidas (The Man with Nine Lives), el trapisondista capitán Dimitri (recordemos, Fred Astaire), se postula como posible padre de Starbuck, ya que, como tendremos ocasión de saber, el teniente es huérfano y ni siquiera conoce su verdadera edad; solo que es oriundo de Capricornio.

Por otro lado, en Saludos desde la Tierra (Greetings from Earth), la Galáctica topa con unos (descendientes de) humanos hibernados, un procedimiento de suspensión curiosamente desconocido por nuestros protagonistas. Además, tales humanos resultan ser incompatibles con la atmósfera de la nave, debido a la diferencia de presión. Según parece, los nacidos en las colonias de Terra (a su vez, otra colonia de la Tierra), no pueden regresar a ella debido a esa diferencia con la atmósfera.

En otro acierto de guión, las patrullas de largo alcance se ven en la necesidad de establecer periodos de sueño. Además, el capítulo plantea un interesante interrogante, al advertir acerca de por qué no establecerse en cualquiera de los mundos habitables que la Galáctica va encontrando a su paso, camino de la Tierra. Son comunidades rurales remotas, aunque aptas para la vida. Pese a lo cual, la Galáctica continuará colisionando con la jurisdicción del Consejo de los Doce.


La serie concluye de forma algo abrupta pero adecuada con La mano de Dios (The Hand of God). En este episodio se plantean nuevas cuestiones de interés. Como, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que se ha captado una señal terrestre a bordo de la Galáctica? ¿Y a qué distancia de ella se encuentra? ¿Es esta señal una trampa de los cylones, o también son ellos receptores de la transmisión? Y en última instancia, ¿y si a la Tierra llega antes una avanzadilla cylona o una de sus destructivas naves base?

En La mano de Dios son bonitas las imágenes de Apolo y Starbuck, solos en el observatorio de la Galáctica. En cualquier caso, así puede cada uno completar la historia de su recorrido a través de su propia imaginación. Enfrentándose a los cylones y a las ocurrencias del Consejo, prosigue la Galáctica su esperanzado viaje por el espacio.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Próximamente: Por trece razones (segunda temporada)





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