Para el sábado noche (LIX): Especial Cleopatra, de Cecil B. De Mille, Gabriel Pascal y Joseph L. Mankiewicz

06 abril, 2017

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La última reina de Egipto fue Cleopatra VII (69-30 a.C.), procedente de una dinastía greco-macedonia por la cual Alejandría había pasado a ser la capital de los estados unificados por Ptolomeo I (367-283 a. C.).

Pese a que la carnalidad y el mito se entremezclan en su vida, sabemos que Cleopatra fue una mujer culta además de astuta, que supo sanear la administración egipcia. Salvar la independencia de Egipto fue su principal meta, tras la absorción de los estados del Mediterráneo por el Imperio Romano.

Pese a todo, en su época, Egipto se encuentra en una fase de decadencia y ha debido ser salvada por ese mismo ejército romano de los sirios, convirtiéndose en lo más parecido a un protectorado del Imperio. Los tira y afloja con Roma son continuos; bajo el reinado de Ptolomeo XII (117-51 a. C.), padre de Cleopatra, se presiona a Egipto con una subida de impuestos, pero los romanos necesitan del grano egipcio para poder abastecerse. Poco después, Pompeyo (106-48 a. C.) convierte a Siria en una provincia romana y da asilo a Ptolomeo XII, dadas sus disputas internas.

Se hace necesario este preámbulo para poder entrar en materia histórica y comprender la idiosincrasia y circunstancias de nuestra heroína cinematográfica. De hecho, Cleopatra casó, según dictaba la costumbre, con sus propios hermanos; primero, con Ptolomeo XIII (62-47 a. C.), y más tarde, tras la muerte del infante en el enfrentamiento con su hermana, con el nebuloso pero mejor avenido Ptolomeo XIV (59-44 a. C.). Para poder gobernar sola, la joven reina no dudó en solicitar la ayuda del benefactor de su padre, Pompeyo, pero los partidarios y seguidores de Ptolomeo XIII sublevaron de nuevo las ciudades y la capital, la famosa Alejandría fundada por Alejandro (356-323 a. C.) en el 331 a. C. Hasta que Julio César (100-44 a. C.) intercedió, restableciendo un gobierno conjunto. Asesinado César, la relación de Cleopatra con el tribuno romano Marco Antonio (83-30 a. C.) señaló el final de sus días.

Como se recuerda en el monumental y magnífico libro Egipto, el mundo de los faraones (Ägypten, Die Welt der Pharaonen, Könemann, 1997), el destino tenía reservado a Cleopatra VII poner el dramático punto final a la independencia de su país (…) Sus relaciones amorosas con César, al que había invitado a visitarla en Alejandría, fueron todo un éxito pese a que estallara una peligrosa revuelta de carácter nacionalista (47 a. C.). Tras la ostentosa inclinación por el tribuno romano y sucesor de César, Marco Antonio, se oculta el intento de hacer valer de nuevo los derechos de los ptolomeos sobre sus posesiones en Chipre y Cilicia (Turquía). Así se unió su destino con el de Marco Antonio (…) Tras la derrota naval de Accio (31 a. C.), Egipto pasó a ser una provincia romana más, bajo la administración de un prefecto imperial, en el año 30 a. C. (capítulo Historia política de los Ptolomeos y del Imperio Romano en Egipto, por Dieter Kessler).



De este modo, la Cleopatra interpretada por Claudette Colbert (1903-1996) sabe manejar muy sabiamente la adulación hacia César (Warren William). Un arma arrojadiza mucho más eficaz que la que representan las maquetas que el gobernante inspecciona. Este Julio César es menos caballeroso que el posterior encarnado por Rex Harrison (1908-1990), pero ambos comparten la autoridad, la firmeza y el pragmatismo. El presente César se muestra más interesado en el oro de la India y el grano de Egipto que en todo lo demás, hasta que Cleopatra le hace notar otros preciados valores. Claro que, mientras estos germinan, la joven y ambiciosa aspirante a un trono en solitario se ve algo apartada y desdeñada (aunque jamás humillada).

Por supuesto, ambos personajes son como las piezas de un ajedrez histórico, y ostentan su particular porción de intereses, particulares o compartidos, por lo que, para alcanzarlos, la unión hará la fuerza. Una relación en la que se da por sentado, en un principio, que ha de excluirse el componente amoroso. Como le recomienda Cleopatra a César, olvídate del amor. El guión de Waldemar Young (1878-1938) y Vincent Lawrence (1889-1946) no solo cuenta con el necesario material histórico, suministrado por el dramaturgo, guionista y productor Bartlett Cormack (1898-1942), sino que, además, ofrece otros detalles de interés, como la sana familiaridad de la reina con sus doncellas.

Más modesta escenográficamente que su sucesora, la Cleopatra (Ídem, Paramount, 1934) filmada por Cecil B. De Mille (1881-1959), no es menos efectiva conceptual o visualmente, como demuestra la secuencia de la entrada de la reina en Roma, el montaje entrecortado de las batallas o la breve escena en los baños públicos, donde los conspiradores en torno a Bruto (Arthur Hohl) deliberan. Planos últimos que proporcionan tanto profundidad de campo como de argumento, pues la significación de los grandes realizadores siempre fue dual, en el fondo y en la forma.


Pese a la presentación de un Octavio (Ian Keith) insidioso en exceso, pérfido, rencoroso y antipático, sobresalen aspectos como la progresiva egiptomanía de Julio César, con toda su deslumbrante parafernalia. Así como su imprudente desdén hacia las advertencias sobre su futuro inmediato (el anhelo de poder es superior a toda superstición, cierta o infundada). La muerte está junto a ti, le espeta su esposa, una suplicante Calpurnia (Gertrude Michael), tras haber padecido su célebre sueño premonitorio. Además, como antes señalaba, una de las cosas que De Mille clarifica, por mediación del guión, es que Cleopatra sabe distinguir entre el amor hacia César y el que siente por Egipto. Del mismo modo que nos muestra a un Marco Antonio (Henry Wilcoxon) más enérgico que los posteriores. No obstante, como sabemos, Cleopatra y Julio César acaban sucumbiendo a los encantos recíprocos, haciendo de la cuestión amorosa una estrategia militar conjunta, y viceversa. No obstante, aprendida la lección, Cleopatra pasará a un ataque más directo y apremiante, como atestiguan sus miradas furtivas hacia Marco Antonio.

Lo prueba el hecho de que la reina siempre le dice a este aquello que desea oír; por ejemplo, durante la recogida nocturna de almejas en la gran barcaza. De víctima de un envenenamiento frustrado, Marco Antonio ha pasado a convertirse en el nuevo componente imprescindible, habida cuenta de que el senado romano, ya en manos de Octavio, se dispone a no defender los intereses egipcios de Cleopatra (posteriormente, será la propia reina quien sufra un intento de asesinato similar). Ambos luchan contra Roma en nombre de su amor, en una visión romántica que hace necesaria, a efectos dramáticos, la antedicha e interesada descripción del rol de Octavio.

En este apartado, podemos señalar, a modo de curiosidad, la presencia del posterior realizador Irving Pichel (1891-1954), en el papel de Apolodoro (el Sisógenes de la versión por venir), y el de C. Aubrey Smith (1863-1948), en el de Enobarbo. Tales son, junto a la bella fotografía en blanco y negro de Victor Milner (1893-1972), los más destacados aditamentos de Cleopatra en versión de De Mille; a lo que debemos sumar la atrevida y desprejuiciada sensualidad desplegada por la protagonista, y la majestad de la muerte que nos es propuesta como última imagen de la película.


La primera obra cinematográfica que tomó como referencia a la reina de Egipto fue una versión muda del año 1917, dirigida por J. Gordon Edwards (1867-1925) e interpretada por la mítica Theda Bara (1885-1955) pero, por desgracia, no se ha conservado íntegra. Tomaba como base la obra de William Shakespeare (1564-1616) Antonio y Cleopatra (Antony and Cleopatra, 1607), lo que nos lleva a ocuparnos, cronológicamente, de otra adaptación del relato histórico, esta vez a cargo del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950). Nos referimos a su César y Cleopatra (Cesar and Cleopatra), pieza estrenada en 1899 y publicada en 1901.

Producida y dirigida por el errático y algo estrambótico Gabriel Pascal (1894-1954), César y Cleopatra (Cesar and Cleopatra, Eagle-Lion-United Artist, 1945) contó, además, con una partitura del interesante Georges Auric (1899-1983) y con una curiosa fotografía compartida, que probablemente evidencia los vaivenes de la producción, y que recayó en profesionales de la talla de Freddie Young (1902-1998), Jack Hildyard (1908-1990), Robert Krasker (1913-1981) y Jack Cardiff (1914-2009).

Estando la obra original dividida en actos, la adaptación transmite dicha compartimentación, sin que la consabida teatralidad redunde de forma peyorativa en el resultado cinematográfico. Muy al contrario, la película depara espléndidos momentos visuales, por encima de los meramente dialogados. Así sucede con la inigualable imagen de un Julio César (el siempre estupendo Claude Rains) ante la solitaria Esfinge, en la cálida y estrellada noche del desierto, donde César deplora su algo vanidosa exclusividad; o así mismo, con el plano del simpático mercachifle Apolodoro, apodado el siciliano (Stewart Granger), cuando este rema hacia el Faro de Alejandría.

Este encuentro nocturno de César con la Esfinge lo es también con Cleopatra (Vivien Leigh), puesto que la película propone una visión idealizada (en el buen sentido) y hasta didáctica de la relación mantenida por ambos. Para Bernard Shaw, esta se concentra en una representación de carácter íntimo; como refiere el propio César, de ensueño. De hecho, el dramaturgo articula la obra en torno a una serie de temas que podríamos considerar prototípicos, como puedan ser la diferencia de edad entre los protagonistas, la historia contemplada en parte como una ilusión, el malentendido entre las culturas y civilizaciones (en este caso, entre egipcios y romanos) y esa relación maestro-discípula, muy por encima de la amorosa, que nos retrotrae al argumento de Pigmalión (Pygmalion, 1913), del mismo autor. Relación que, como un toque humorístico, ¡incluye el baño diario de Cleopatra!

Son temas que parecen constituir los prolegómenos de la verdadera historia (fuera cual fuera) y que muestran a una Cleopatra más aniñada, juguetona e ingenua, temerosa y enamorada platónicamente de Marco Antonio (al que asegura contempló de niña, lo cual forma parte de dicha ensoñación, estando el personaje ausente de la obra).

Así será, hasta que la más peligrosa conquista de César le vaya correspondiendo cual alumna de lo más aventajada. Significativamente, un segundo acto escenifica la íntima porfía por el poder, entre egipcios y romanos, sin olvidar el ardid de la alfombra, contemplado aquí como un presente que llega por mar hasta el referido Faro. Al margen de caer en el descuido, muy extendido entonces y ahora, de considerar las estatuas y grabados en las paredes como desprovistos de todo colorido, César y Cleopatra compone una pieza de cámara que, desde su fantasía tecnicolor, presenta al más humano y conciliador de todos los Césares vistos en el cine. Por ejemplo, siendo él quien propone un gobierno conjunto a los hermanos en litigio.

Otros personajes sazonan la relación entre la bella Cleopatra y Julio César, caso de Tata-Tita (Flora Robson), rotunda pero fiel ama de casa de la reina; un simpático Ptolomeo XIII (el futuro editor y realizador Anthony Harvey), el asustadizo preceptor del rey, interpretado por el inolvidable Ernest Thesiger (1879-1961), que clama por la destrucción de la gran Biblioteca; el comandante romano Rufio (Basil Sydney), el centurión interpretado por Michael Rennie (1909-1971), el amigo de César, Britano (Cecil Parker) y el ayo Potino (Francis L. Sullivan), con quien Cleopatra mantendrá una conversación admirable, directamente extraída de la pieza teatral, y por la que el primero cae en la cuenta de que debe trocar su estrategia de ataque, porque la ingenua reina ya se ha convertido en una persona con voluntad propia.


Prosiguiendo con nuestra andadura, hemos de recordar que más allá del escandaloso affair entre Elizabeth Taylor (1932-2011) y Richard Burton (1925-1984), ambos con sus respectivos cónyuges, e idilio aireado por la prensa sensacionalista de entonces, a Cleopatra (Ídem, Fox, 1963) le acuciaron otras contrariedades más graves, como unos costos de producción exorbitantes y un despilfarro generalizado, debido a la mala gestión administrativa (y a la ocultación de determinadas cuentas).

A los reveses presupuestarios de la producción se añadió la previa mala racha a la que hubo de hacer frente Twentieth Century Fox respecto a otros productos anteriores. Una situación agravada por la deserción de los espectadores de los cines, en favor del nuevo y boyante medio televisivo; el traslado del rodaje del neblinoso Pinewood (Londres) a la soleada Roma, que conllevaba la remodelación de lo anteriormente filmado por Rouben Mamoulian (1897-1987) o la neumonía que casi acaba con la vida de la actriz principal, traqueotomía in extremis incluida (su elevado caché casi es lo de menos, al fin y al cabo, no era dinero sonsacado a base de subvenciones, sino el peculio de un productor privado).

De tal modo que, no fue hasta 1968, cinco años después del estreno, que el estudio pudo saldar todas sus cuentas pendientes: las de Cleopatra y las contraídas con anterioridad, que se habían ido sumando al más reciente débito. No en vano, el público respondió con entusiasmo desde un primer momento. Lo que coincidió con el saneamiento (¡como Cleopatra hiciera!) e incontestable recuperación del estudio a cargo de uno de sus fundadores originarios, Darryl Zanuck (1902-1979), en sustitución del empresario Spyros Skouras (1893-1971).

En definitiva, que Suetonio (70-126) pudo haber extraído perfectamente otro jugoso capítulo histórico atendiendo únicamente a los soponcios que comportaron la filmación de Cleopatra. Una esforzada producción del veterano Walter Wanger (1894-1968), que incluyó los diseños del estupendo decorador John De Cuir (1918-1991) y la fotografía del experimentado Leon Shamroy (1901-1974).

Ahora bien, pese a que la remodelación de lo filmado conllevó también la acelerada reescritura del guión, a manos del nuevo realizador, el siempre eficaz Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), junto con Ranald McDougall (1915-1973) y Sidney Buchman (1902-1975), no conviene llamarse a engaño. Como en el caso de otras producciones caóticas o desafortunadas, lo que sobrevive en Cleopatra es excelente. Ello, a pesar del montaje reconcentrado en una sola película, en lugar de en dos, como acertadamente pretendía Mankiewicz. En alguna otra ocasión nos ocuparemos de la versión de La tragedia de Julio César (The Tragedy of Julius Caesar, 1599), de Shakespeare, por parte de este mismo realizador. De momento, bástenos señalar que es ahora cuando, para las recientes ediciones en DVD de la película, se ha rescatado bastante material, y la obra se asemeja más a lo pretendido por el director desde un primer momento. 

Tomando, en este caso, las fuentes proporcionadas por Suetonio, Plutarco (46-122), Apio (95-165) y la obra Vida y época de Cleopatra (1957), de Carlo Maria Franzero (1892-1986), la película arranca con la victoria de Julio César (un espléndido Rex Harrison) sobre Pompeyo, huido a Egipto, tras la culminación de la guerra civil en Farsalia (Grecia; 48 a. C.). Un César clemente pero firme, diplomático, supersticioso, implacable con los enemigos a Roma y a él mismo, pero, en definitiva, hombre de honor y de época. Por ejemplo, no cede a las interesadas proposiciones del joven Ptolomeo XIII (un jovencito Richard O’Sullivan) y sus lugartenientes. De hecho, el guión especifica que César los conoce a todos y que los ha calado.


Como ya advertíamos, el difunto padre de Ptolomeo y Cleopatra decretó un reinado al alimón, cuyo garante era Roma, por lo que el inexperto, consentido y caprichoso Ptolomeo XIII habrá de ceder parte de su puesto a su hermana o perecer en el desafío. Pero la aproximación de Cleopatra (Elizabeth Taylor) a César no se evidencia únicamente en el ámbito de la estrategia para lograr alcanzar el poder. Además de acometer otra guerra civil con su hermano, la reina también comparte con el líder militar ciertos rasgos de diplomacia y superstición. En esta línea, se considera descendiente directa de la diosa Isis, por lo que ambos personajes sobresalen como dirigentes tanto como caracteres.

Muestra de ello son las cavilaciones de Cleopatra mientras César se repone de uno de sus ataques epilépticos. Además, al incendiarse la flota egipcia (afín a Ptolomeo), el fuego se propaga por la ciudad y las llamas prenden la Biblioteca de Alejandría (47 a. C.), hecho firmemente censurado por Cleopatra (siempre me ha parecido que la gran tragedia del relato era esta; junto con la de Octavia [Jean Marsh], esposa de César y olvidado peón de este juego político y amoroso).

Es posible que entonces la vida tuviera otro valor, pero no así los sentimientos de amor y de odio. Estos son los mismos que hace milenios, aunque sin la trompetería de rigor. Aunque no solo de fanfarrias se nutre la admirable música de Alex North (1910-1991); su brillante composición depara momentos sensacionales, como corrobora la secuencia de la entrada de Cleopatra en Roma, o los momentos de intimidad entre los distintos personajes (una edición completa fue editada por el sello Varèse Sarabande en 2001: VSD2 - 6224).

Pese a todo, qué poco les dura la felicidad a estos personajes preservados en la noble piedra. Si bien, todos constatan que peor que mezclar los negocios con el placer, es mezclar los negocios con el amor. Ciertamente, el mármol preserva la grandeza, pero este también puede resquebrajarse, como la historia puede difuminar la posteridad entre brumas. Entre tanto, podemos retener el bonito plano general que muestra una populosa y atractiva Alejandría.


Por no hablar de lo efímero de los territorios. Con Marco Antonio (Richard Burton) se acuerda la cesión de un tercio del Imperio Romano a su persona. El ahora general se muestra cada vez más alcoholizado y atontecido por los placeres (mundanos, no espirituales) de Egipto, pero aún sigue siendo un alfil necesario. No obstante, ante la indeterminación y blandura de su compañero, es Cleopatra quien decide dónde y cuándo. Como le reprocha Marco Antonio a la reina, ¿qué resolución final has decidido que yo tome?

A su regreso después de dos años por África y Asia menor, otra guerra, esta vez en Accio (Grecia; 31 a. C.) y de carácter naval, sella el destino de la pareja. Precisamente, es a partir de estos instantes que la banda sonora de Alex North incorpora un tema decisivo -y obsesivo- de ocho notas, al conjunto de la orquestación, con el que se representa la soledad, endeblez e infortunio de Marco Antonio y, por extensión, de Cleopatra. Un hado fatídico edificado por ellos mismos, y que se consolida a partir del momento en el que el frustrado general contempla en la distancia el humo de la batalla que ha dejado atrás, y que posteriormente, confirma la imagen tremenda de un Marco Antonio derrotado no solo por mar: cuando es presentado casi como un mendigo, agazapado tras un muro para no ser descubierto, con ocasión de la audiencia concedida por la reina al general Agripa (Andrew Keir). Como el mismo tribuno especifica, refiriéndose a sí mismo: Marco Antonio murió en Accio, y ya solo anhela una muerte honorable y digna que le es continuamente negada.

La desolación no puede ser más completa, como bien ejemplifica el plano con grúa que muestra a Marco Antonio caminando a través de un campamento vacío (pues los soldados a su cargo han desertado, como él hiciera anteriormente). Lo cual supone una batalla perdida de antemano. Por ello, el relato es anti-climático a partir de la confrontación marítima, hasta que termina desembocando en la trágica resolución del drama interior, y por extensión colectivo, de estos dos personajes con necesidad de poder y ansia de ser amados.


En este sentido, es curioso como en la Cleopatra de Mankiewicz, ambos personajes padecen bajo el peso de un pasado sobrecogedor. El efecto que causa a la joven reina el hallazgo (relatado), bajo los cimientos de su tumba real, de una inscripción en un pedazo de muro, no es baladí. La importancia de las glorias pasadas, ya entonces, atenazaban el presente y la posteridad de Marco Antonio y Cleopatra. Es el costo humano que, además de las propias vidas, experimenta Marco Antonio cuando refiere que no hay ayuda para mí, ni nunca la hubo. Como antes que él recordara César, nada es duradero, por muy “divinos” que seamos; ni siquiera la ambición, por mucho que esta se repita y perpetúe.

Así parecen confirmarlo las pinturas impresionistas y descascarilladas que sirven como telón de fondo a los títulos de crédito iniciales de la película. Imágenes que parecen el contrapunto, no para anularse, sino para complementarse, de la impresionante escena que muestra a Cleopatra en perspectiva dominante, desde las alturas (una posición privilegiada), traspasando el Arco de Tito en su entrada triunfal y oficial en Roma. Ambas vertientes se funden en la posterior escena en la que Cleopatra contempla los malos augurios a través de las llamas mágicas; medio por el cual la reina asiste atónita al asesinato de César (44 a. C.). A partir de este momento, para el resto de los personajes, alea jacta est.

No en vano, es difícil poner coto a la ambición. César desea sobrepasar el cargo nominal de “dictador perpetuo” y convertirse en emperador de Roma, en parte, por la creencia generalizada de que solo un rey podía haber vencido a los partos. Imbuido de este espíritu, decreta que yo soy la ley. Lo que conlleva que las leyes no puedan ser sancionadas, ni consideradas siquiera, por el senado romano.

En el otro extremo de la balanza, otro elemento imperecedero es el de las masas manipulables. Octavio (Roddy McDowall) es el heredero, el nuevo inconveniente a abatir, pero él sí respeta la finalidad democrática del senado, aunque influya en él todo lo que pueda. El hijo adoptivo de César revela una determinación y oratorias admirables; es un personaje creciente, en tanto el de Marco Antonio mengua en intensidad.

Conviene detenernos, siquiera brevemente, para cotejar la figura del amanerado pero decidido Octavio Augusto, que en fechas recientes ha sido objeto de una mejor atención historiográfica.

Por ejemplo, y sin ánimo de justificar los delitos y desaciertos, en la estupenda biografía de Anthony Everitt (1940), Augusto, el primer emperador (The First Emperor, 2006; Austral, 2012), se nos cuenta cómo la amarga experiencia le había enseñado a respetar sus limitaciones como comandante, por lo que nombró a Agripa (63-12 a. C.) para que se encargase personalmente de la flota y de la planificación general de la campaña (de Accio) (…), lo que constituye una prueba de su buen juicio como dirigente (…). A la hora de pactar con el bando perdedor, Octaviano accedió a no disolver las legiones y, lo más importante de todo, les prometió concederles las mismas recompensas que al ejército victorioso (capítulos 14 y 15).

Así, hasta llegar a acallar, en la película, al esforzado senador Plotino (un abrumado Robert Stephens), y pese al indiscriminado -aunque bien resuelto visualmente- asesinato del enviado egipcio Sisógenes (Hume Cronyn), que cambia el foco respecto al adversario bélico, pasando así de Marco Antonio (una nueva guerra civil) a Cleopatra; es decir, de Roma a Egipto. Tampoco puedo dejar de señalar el momento en el que Marco Antonio descubre el cuerpo inerte de Bruto, con objeto de comprobar que, en efecto, este se ha dado muerte a sí mismo en Filipos.

Escrito por Javier C. Aguilera



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