S.O.B., de Blake Edwards

27 septiembre, 2016

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Las siglas S.O.B. identifican en idioma inglés una expresión algo mal sonante pero que puede ser muy descriptiva en determinadas circunstancias (de forma onomatopéyica puede indicar un sollozo y, de nuevo en inglés, incluso puede ser empleada como verbo, en idéntico sentido). Con ellas, el realizador califica a propios y extraños del mundo del cine; o para ser más justos, a un determinado personal del mundo del cine, formado por todos aquellos que se han valido arteramente del talento de los demás, o que han antepuesto exageradamente las ganancias -no necesariamente “lo comercial”- sobre todas las cosas.

S.O.B. (Lorimar-Paramount Pictures, 1981), traducida al español por un imposible Sois honrados bandidos, en un intento de dotar de algún significado al título original sin desvirtuar el sentido de la trama, fue orquestada por Blake Edwards (1922-2010) como una ácida diatriba ante el desengaño sufrido a causa de los productores y distribuidores de la antaño Paramount (distribuidora hogaño de esta película: cosas del enloquecido mundo del cine) a lo largo de la filmación y post-producción de su película Darling Lili (Ídem, Paramount, 1970).

Pero esto no quiere decir que el relato sea en absoluto complaciente con el resto de los personajes de la tragicomedia. Ahí está para confirmarlo la esposa del sufrido y sufriente protagonista, la actriz Sally Miles (Julie Andrews), que primará sus intereses económicos y afectivos (para con el público) por encima del resto de consideraciones.

En cualquier caso, lo que nos interesa no son tanto las motivaciones como los resultados y, en este sentido, S.O.B. cuenta con un divertido y mordaz guión, también obra de Edwards, que disecciona a los personajes, sean malos o regulares, con ejemplar causticidad y guasa, aunque también con alguna humanidad. Todo un desconcierto que, ni que decir tiene, fue debidamente orquestado por el gran Henry Mancini (1924-1994).


La historia tiene visos de pieza coral, en la que intervienen multitud de personajes, pero el foco de atención de todos ellos (o incluso el cometa al que el resto de estrellas y satélites miran) es el referido marido de Sally, el productor cinematográfico Felix Farmer (Robert Mulligan). Un alter ego del propio Edwards, en cuerpo y en espíritu, que según se nos informa al principio, era querido y respetado por todos debido a que nunca había hecho una película con la que perdieran dinero.

Ahora ha tenido un serio tropiezo, aunque bien podría decirse que con los espectadores de ese momento más que con la película en sí. Sea como fuere, el hecho es que su última producción ha resultado, como se suele decir, un monumental fracaso. Cuando Blake Edwards nos pone al corriente de esto, no enfoca directamente a Farmer, sino que se detiene en la figura de un “conocido” actor de soporte, que sufrirá un infarto y morirá en la playa. Esto no sucede por casualidad; el destino de ambos personajes, productor y actor, queda enlazado de forma anticipada por medio de esta imagen.


Evadido de todo cuánto le rodea, Farmer opta por un estoico sálvese el que pueda, cayendo en algo así como una depresión. Hasta el punto de intentar una serie de frustrados y aparatosos intentos de suicidio. Y es que Blake Edwards tampoco olvida los gags, tan caros a su filmografía, como ponen de manifiesto el coche que sale despedido y va directo al mar, el instante en que Félix atraviesa el techo (de madera) de su dormitorio, su carrera automovilística -último suicidio consumado- por las autopistas de Hollywood, el equívoco con los difuntos en la funeraria o la necesidad de Sally de consultar a un gurú (Larry Storch).

Pero decíamos que no se salvan de la mezquindad casi ninguno de los personajes (hay tres excepciones, que veremos a continuación). Así sucede con el abogado de Sally (Robert Loggia), su asesora de imagen (Shelley Winters), su secretario personal (Stuart Margolin), la despótica periodista Polly Reed (Loretta Swit), el director de los Estudios Capitol, David Blackman (un auto-irónico Robert Vaughn), y todos los secuaces que le rodean -más que le acompañan-.

En cuanto a las excepciones, sin pretender en ningún momento salirnos de los retratos imperfectos, están el médico Irving Finegarten (Robert Preston), el representante de prensa Ben Coogan (Robert Webber) y el realizador Tim Culley (el magnífico William Holden, en la que tristemente fue su última intervención para el cine). Estos tres serán el sostén de un Félix Farmer que hallará su destino entre los rollos de celuloide de su última y más trabajosa película, llamada Viento Nocturno.


Blackman desea corregir el desaguisado rehaciendo Viento Nocturno, pero Félix posee un privilegiado contrato con todos los derechos. La ironía del asunto estribará en que, una vez haya conseguido el productor convertir el fracaso en un éxito, comprando su propio producto al estudio, será este quien, de nuevo, trate de hacerse con un contrato de distribución. Impagable es la imagen de un David Blackman ataviado de cabaretera junto a su amante, Mavis (Marisa Berenson).

Aún así, el verdadero asunto no es este, sino los cambios a los que está siendo sometida la industria del cine, tras el finiquito del sistema de grandes estudios, a mediados de los sesenta, junto con la variación en los gustos del público y el surgimiento del (buen) cine independiente; con frecuencia, muy dependiente de los rescoldos de esos mismos estudios, que ya en la década de los setenta emergen con distintos bríos a manos de empresarios de todo pelaje y condición. El mismo David Blackman se lamenta de que Capitol Films está siendo llevado por el presidente de una de las mayores cadenas de supermercados del país. A todo ello se sumaría, en breve, la aparición del video doméstico y la proliferación de los canales privados, que de nuevo remodelarían todo el concepto de lo visual y lo cinematográfico, hasta hoy.


El caso es que Félix está poseído por esta nueva visión industrial como un genuino artista, lo que atestigua su charla con Culley acerca de los flamantes pero apocalípticos tiempos que se les vienen encima. Solo queda saber explotar el morbo de los coetáneos espectadores, de forma más explícita, lo cual se propone hacer convirtiendo la romanticona Viento Nocturno en un film con contenido erótico, es decir, en un potencial éxito de taquilla. Entonces seré un genio, no un loco, concluye premonitoriamente Félix Farmer.

En S.O.B. los dramatis personae son algo así como unos futuros juguetes rotos, al socaire de los caprichos del público y de la industria, tal cual parece anticipar la secuencia musical con que da inicio la película.

Escrito por Javier C. Aguilera 


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