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30 abril, 2016

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Monumento a Cervantes en Plaza de España (Madrid), fotografía de LJ
Abril siempre está íntimamente relacionado con las letras, al acoger al Día del Libro entre sus treinta días. Un mes más en nuestro blog para seguir comentando y analizando un poco de todo. Continuamos por la misma senda de las 11.000 visitas, pero aumentamos en número de seguidores en Blogger, con 3 más, alcanzando los 159, y en Twitter sumamos uno más, con 574. Nos mantenemos en nuestra página de Facebook con 169.

Para el Día del Libro tuvimos novela experimental con Historia abreviada de la literatura portátil y poesía con Pablo García Baena o a Antonio Machado a inicios de mes; también teatro con Eloísa está debajo de un almendro e incluimos su adaptación al cine, realizada por Rafael Gil. Siguiendo con cine, hemos tenido comedia con Mi gran boda griega, ciencia ficción con La guerra de los mundos y hasta una película sobre periodismo de investigación de la talla de Todos los hombres del presidente. En este mes también hemos regresado al anime con Erased.

Juan Calvo, Joaquín Roa y Rafael Gil durante el rodaje de Eloísa está debajo de un almendro
En mayo seguiremos con más libros y más películas, nuestra principal fuente de reseñas. En la literatura tendremos clásicos como Un mundo feliz y La Regenta, en cine esperamos traeros alguna novedad, como Batman v. Superman.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Entre tantos estrenos de superhéroes, este fin de semana se ha estrenado la última de Marvel, de la que os dejamos el trailer: Capitán América: Civil War.


"Lean lo que les apasione, será lo único que les ayudará a soportar la existencia"

                  -Ernesto Sábato





Adaptaciones (LVIII): Sherlock Holmes (XI) Ian McKellen

28 abril, 2016

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MISTER HOLMES, DE BILL CONDON

El mundo anglosajón aprecia y mima a sus clásicos, aunque a veces los examine bajo la colectiva y distorsionada lupa de la corrección política. Pululando por el vernáculo ambiente universitario me he dado cuenta de dos cosas. La primera, de lo poco que se favorece y estimula la creatividad y potencialidades del individuo, a diferencia de esos otros países donde cualquier persona con un mínimo de talento casi destaca “a la fuerza” en el ámbito que sea, o bien puede establecerse sin necesidad de mendigar una subvención. 

Y la segunda, dicho sea con todas las excepciones que se quieran, ya que no me refiero solo a personas vivas, lo poco que se conoce a los autores españoles allende nuestras fronteras. Más allá de Cervantes (1547-1616), Velázquez (1599-1660) y Picasso (1881-1973), o con suerte, algún otro como Buñuel (1900-1983) o García Lorca (1898-1936), lo cierto es que, ya sea por culpa nuestra o por el chovinismo foráneo, el desconocimiento de la cultura española -y más concretamente, de las letras-, es apabullante (fuera de los ámbitos académicos más especializados y recónditos). El mundo franco-anglosajón ha sabido copar el mercado artístico y, dada nuestra desidia hacia estas cuestiones, ha hecho muy bien. Nada nuevo bajo el sol… de España.

Según la biografía ficticia de W. S. Baring-Gould (1913-1967), Sherlok Holmes de Baker Street (Sherlock Holmes of Baker Street, 1962; Valdemar, Club Diógenes, 1999), nuestro célebre personaje vivió entre los años 1854 y 1957, alcanzando la rotunda y muy provecta edad de 103 años (Gould sitúa la fecha del nacimiento y la defunción en el mismo día: el seis de enero); lo que no está nada mal, aunque siempre se pueda mejorar.

Anota el biógrafo que había llegado a esa edad gracias a la tranquilidad de espíritu y al sistema de vida que había aprendido de los lamas del Tíbet. Pero había otra parte aún más importante… (pg. 360), que Gould relaciona con los benéficos efectos de la jalea real, objeto de estudio de los últimos años del recluido detective. Atendiendo a esa “otra parte muy importante”, y dejando al margen la supuesta “tranquilidad de espíritu”, Mister Holmes (AI/BBC Films, 2015), elucubra acerca del más trabajoso cometido del afamado investigador.

Basada en la novela -que desconozco- de Mitch Cullin (1968), A slight trick of the mind (2005), adaptada para la ocasión por Jeffrey Hatcher (-), la película cuenta con la entonada fotografía de Tobias Schliessler (1958), la ambientación y decorados de Martin Childs (1954), que junto con el vestuario suele ser el contrafuerte de este tipo de producciones; más una partitura, algo anodina -como casi todas en la actualidad-, de Carter Burwell (1955). 


Nada más dar comienzo la historia, somos testigos del innato afán observador de Sherlock Holmes (Ian McKellen), a lo largo del camino que le lleva de vuelta a su vivienda campestre. El metódico comportamiento de las abejas, en un irónico giro argumental por parte de su creador -¡o testaferro!- Arthur Conan Doyle (1859-1930), es ahora el motivo de atención de tan cartesiana mente. La residencia está -recientemente- guardada por el ama de llaves y cocinera, Mrs. Munro (Laura Linney) y su hijo Roger (Milo Parker), y a este refugio retorna Holmes con el ánimo de tratar de recordar el último caso en que intervino, tras el (tercer) matrimonio de John H. Watson (1847-1929: según Baring-Gould) y la finalización de la Gran Guerra (1914-1918). Una investigación que tuvo como objeto la localización de una esposa “trastornada”, Ann Kelmot (Hattie Morahan), de la que se decía que había sido “embrujada” por la inofensiva musicóloga Madame Schirmer (el punto exótico lo marca la tempestuosa Frances de la Tour).

Para detener, o incluso revertir, los estragos que la edad está haciendo en su memoria, Holmes ya ha partido, poco antes, hacia el Japón, con la intención de hacerse con los secretos de un remedio botánico capaz de hacer frente a dicha pérdida. Lo cierto es que el asunto en cuestión está formalmente resuelto, aunque no anímicamente superado, un detalle que Holmes no puede recordar. En realidad, lo que desea averiguar son los motivos de su voluntario exilio, mientras aún le queden fuerzas. Un retiro propiciado por el referido asunto, del que únicamente conserva la culpa como secuela de sus errores.

McKellen ofrece la buena composición de un Sherlock Holmes que se ha de debatir entre el personaje enérgico y concienzudo de sesenta y pico de años, y el apagado aunque en cierto sentido revitalizado, de noventa y tres; el redimido ocaso de una “gloria” que si no murió joven ni dejó un cadáver bonito, sí vivió deprisa. La decrepitud y senilidad confieren un marcado acento humano al personaje, aunque como tenemos ocasión de comprobar, el núcleo argumental del relato se centra en la búsqueda de esa humanidad nonata. De hecho, su postrera y automática huida -elegida para no hacer daño a nadie más-, será el esforzado inicio de una toma de conciencia.


Pese a ser un personaje de ficción, el presente Sherlock Holmes no gusta de la misma. Pero de hecho, ¿constituyen imaginación y razón dos esferas tan divergentes? En los relatos literarios, el propio Mycroft achaca a su hermano un exceso de inventiva. Y es que, como bien señala Ann Kelmot haciendo alusión a sus hijos -igualmente- no nacidos, los muertos no se encuentran tan lejos de nosotros. Un posicionamiento trascendente que, todavía, el Holmes puramente empírico no se halla capacitado para comprender y mucho menos compartir. Su ausencia “de humanidad” lo equipara poco menos que a una bien engrasada aunque implacable maquinaria deductiva.

Sherlock Holmes solo se ha concentrado en los valores de la lógica, de igual modo que confiesa no haber llorado nunca por los difuntos, al menos exteriormente, pues tal ritual forma parte de una serie de lugares comunes. Nunca he empleado mucho la imaginación, prefiero los hechos, declara con ahínco. Razones más que sobradas para que no guste de la fantasía, y por las cuales no se muestra capaz de apreciar, en todo su significado, el sustrato simbólico que se despliega a su alrededor, en el Japón que visita tras la guerra (esta vez, la Segunda). El detective es, en efecto, producto del racionalismo científico más ventajoso pero sobrecogedor, y del positivismo más cerebral y descarnado. Pese a todo, su naturaleza, común al resto de los mortales, le hará descubrir, en curiosa analogía con el lógico vulcano Mr. Spock de Star Trek, la película (Star Trek, The Motion Picture, Robert Wise, 1979), que la compensación del intelecto no es suficiente.


Dicha naturaleza humana es un misterio que con frecuencia escapa a toda lógica. De este modo, Sherlock Holmes, que puede decirse que ha dedicado su vida -en muchos sentidos- a esta última, tomará conciencia de uno de sus fracasos (sino, el fracaso), cuando manifieste que “había deducido bien los hechos y el caso, pero había fallado al no comprender los significados”.

Su nueva visión de la muerte se presenta por partida doble, contemplada en la figura de la mujer con la que entra en contacto y en la del joven Roger. Por ello, es fundamental la relación que se establece entre el detective y el muchacho. Ciertamente, los niños necesitan que se les preste atención, como emplean ese otro mecanismo que es la imitación, al hallar un referente con el que sentirse identificados y que acentúa su natural carácter. De este modo, cuando el detective ve su comportamiento -lo que los demás han debido observar en él- reflejado en el niño, esto le pone en guardia. Pese a todo, será el del venerable anciano un proceso en el que, como es obligado, no ha de perder sus “esencias” más constitutivas, como demuestra su descripción clínica al detallar los efectos de las picaduras de las abejas.

En cuanto a los adultos, bien se infiere que son como niños. La madre de Roger siente celos de Mister Holmes, con lo que la deriva vital afecta, aún en distinta intensidad, a los tres personajes principales de la narración. En atención a este periplo, y como el despertar de todo un proceso anímico y espiritual, Sherlock Holmes culmina su viaje fabulando, es decir, haciendo uso del fingimiento (mintiendo, si se quiere, aunque por una buena causa). Su primera incursión en la ficción será una invención de la que conocemos sus efectos, pero no -y este es otro acierto argumental- hasta qué punto se ajusta a la realidad de los hechos. Un acto en el que, además, subyace un tardío aunque sincero reconocimiento hacia la labor y el legado de su amigo y compañero Watson.


Dejando aparcado el exceso de flashbacks con los que el realizador Bill Condon (1955) se empeña en organizar la historia, y que a veces lastran la narración morosamente, lo cierto es que Mister Holmes propone un interesante juego meta-literario, en el que el protagonista se contempla a sí mismo como un personaje más de ficción, pese a que, como hemos destacado, hasta entonces se ha caracterizado por detestar lo que esta representa.

Por ello, la película depara otra vuelta de tuerca, no por inesperada menos grata, a pesar de (casi) arruinar una idea brillante, como es la de ver al gran detective asistiendo a la proyección de una película centrada en su persona. Esta no deja de ser una obra amanerada y superflua, que sobrevuela una circunstancia que, a mi modo de ver, habría ganado mucho más si la proyección en cuestión hubiese hecho referencia a una muestra artística de mayor calado (que las hay, como tuvimos ocasión de confirmar en nuestra serie de artículos dedicados a la figura de Sherlock Holmes en el cine). ¿Qué habría pensado nuestro detective entonces?

Escrito por Javier C. Aguilera

¡Olvídate de mí!, de Michel Gondry

26 abril, 2016

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El amor ha sido, y sigue siendo, uno de los temas más relevantes de nuestra historia artística y cultural. No en vano, es uno de los sentimientos más complejos y poderosos de la humanidad, capaz de mover el ánimo de las personas a realizar cosas que seguramente no hubieran hecho de otra forma. Sin embargo, la visión romántica que se ha derivado hasta nuestros días está invadida de trampas, muchas veces consolidadas por el propio arte: la búsqueda del ser perfecto e idóneo para las relaciones felices es mucho más compleja de lo que aparentan la multitud de novelas y películas que versan sobre este tema. Cuando se muestra que el amor es todo felicidad, no nos preparamos para el dolor que conlleva la contrariedad en la convivencia con el otro. O incluso peor, el idilio o la obligación marital expresado en estas obras puede llevar a hacernos pensar que solo existe una persona para nosotros y que, una vez encontrada, estamos atados a esa persona para siempre, a pesar del daño que nos pueda hacer.

Por ello, resulta necesario mostrar la normalidad y la verdad que se encuentra en las relaciones humanas. Tanto las dificultades como los buenos momentos, de ambos hay, y, ¿por qué no? La ruptura, el final. Los problemas que nos llevan a acabar una relación y las emociones que se viven en ese momento. En los últimos años se ha tratado el tema desde distintas perspectivas. Ya mencionamos en el pasado la revisión del género rosa que realizó Manuel Puig en Boquitas pintadas (1969), pero ahora nos referimos a esa hornada de películas que transitan entre el drama y la comedia, con ejemplos como (500) Días juntos (Marc Webb, 2009) o la obra que hoy comentamos, ¡Olvídate de mí! (2004).


La traducción tan discorde del título nos resta el valor poético que tenía el original, Eternal Sunshine of the Spotless Mind, que aparece explícitamente en la película señalando su origen en un poema de Alexander Pope. La dirección recayó en Michel Gondry (1963-), cineasta francés que tiene una amplia carrera en el mundo de los vídeos musicales, experiencia que supo plasmar a la perfección en esta película. No obstante, el alma principal de este proyecto es Charlie Kaufman (1958-), guionista cuya trayectoria está ligada al brillo original de sus libretos, además de ser una persona implicada en la labor de creación más allá de la simple -y laboriosa- escritura del guion. A él pertenecen las historias de Cómo ser John Malkovich (Spike Jonze, 1999) o Confesiones de una mente peligrosa (George Clooney, 2002). Y, por supuesto, esta historia que dirigió Gondry y por la que obtuvieron el Óscar a Mejor guion original. 

Como muchas veces hemos defendido, es mejor acudir al visionado de una película sin conocer demasiado acerca de su argumento, quizás lo básico. ¡Olvídate de mí! juega en su primer tramo con la premisa de sorprender al espectador mostrando el inicio de una relación aparentemente normal, aunque con un tono de extrañeza, de anormalidad. El monólogo inicial de Joel Barish (Jim Carrey, en uno de sus papeles más contenidos, pero muy solvente en su interpretación) nos muestra a un hombre solitario e introvertido, una persona gris que no parece arriesgarse. Aunque ese día toma una decisión impulsiva y acaba conociendo a Clementine Kruczynski (Kate Winslet, en un papel quizás extravagante para su perfil habitual, pero dominándolo), una mujer agradable, que se interesa por él y no duda en abordarle con su comportamiento excéntrico. 


Tras este prólogo, nos acercamos a los días previos a San Valentín descubriendo que Joel está desolado tras la ruptura con Clementine, sobre todo cuando ella parece ignorarle por completo, como si nunca lo hubiera conocido. Se abre entonces la puerta al elemento de la ciencia ficción y nuestra protagonista se adentra en un universo de recuerdos dentro de su cerebro, el espacio que ocupa la mayor parte de la trama. A partir de aquí, se revisará la relación entre ambos personajes desde su punto de vista, en una retrospectiva que nos ofrecerá las razones de su ruptura, pero también los hermosos o picantes momentos que Joel no quisiera olvidar, aunque tampoco recordara.

Sigue esta película la idea de reorientar o repensar aquello que hemos visto a través de un giro que, esta vez sí, se puede adivinar pronto (sobre todo si conoces más del argumento de lo deseado). Sucede así en películas que pretenden dar un vuelco a toda su entidad, como en El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o aquellas que comienzan con escenas y guiños que solo comprenderemos alcanzado cierto punto, como ocurría en otra película protagonizada por Jim Carrey, El show de Truman (Peter Weir, 1998).


A través del repaso a la relación entre Joel y Clementine se deconstruye en orden inverso los pasos habituales en las relaciones amorosas rotas: desde el idilio inicial hasta el rencor final. Curiosamente, todo este proceso provoca una revalorización de los momentos bellos que forman una relación, a pesar de que haya acabado. En efecto, según señala la psicología, tendemos a quedarnos con la última experiencia respecto a nuestros recuerdos, lo que provoca que olvidemos u obviemos los momentos en que fuimos felices, que acaban en un segundo plano frente a las peleas y los desencuentros finales. Joel amaba a Clementine y a pesar del dolor de su pérdida y del odio por sentirse rechazado, no puede evitar querer conservar todos aquellos momentos en los que fue feliz junto a ella, aunque al final sea imposible iniciado el camino que ha decidido tomar en esta historia. 

El proceso aísla momentos de la relación, alejándose del orden cronológico y ofreciendo fragmentos puntuales con los que muchas parejas se podrían sentir ligados, desde los momentos de pasión entre sábanas, las discusiones imprevistas en lugares públicos o los momentos de romanticismo tan trascendental que suelen situarse como puntos esenciales de una relación. Para adentrarse en esta historia, Gondry recurre a unos elementos técnicos que comentaremos posteriormente, aunque quizás patina en el enfoque que se le proporciona a ciertos recuerdos de la infancia de Joel, que pueden parecer ridículas con el juego de perspectivas que emplea, aunque sean sin duda una original propuesta y también una forma de conocer mejor al personaje con breves menciones a sus características infantiles: la dependencia materna, su debilidad frente a los matones o cierto cariz inocente, incluso Kaufman se permite incluir una secuencia donde el niño Joel se ve obligado por la presión de sus supuestos amigos a tratar de matar a un pájaro, una de las imágenes que más se ha empleado para acabar con el tópico de la inocencia pura de los niños


El otro entramado que atraviesa la película tiene como personajes centrales a los miembros de la consulta del doctor Howard Mierzwiak (Tom Wilkinson), que en apariencia puede parecer superficial y poco relacionado con el argumento principal, aunque gradualmente se irá relacionando más. Primero, gracias al personaje de Patrick (Elijah Wood), sin duda el peor parado de la película tanto por un rol poco agradecido como por una interpretación debajo del nivel general, que sirve de nexo de unión con Clementine, y después con el giro argumental que se obtiene gracias al otro trío de personajes: Stan (Mark Ruffalo), Mary (Kirsten Dunst) y el doctor Howard.

No obstante, de las tramas de estos personajes destaca el hecho de que se sienta como un lastre para la película. Frente al buen desarrollo y a la humanidad que encontramos en el desarrollo de la pareja protagonista, aquí encontramos a personajes más planos, limitados por unas características básicas tan definidas que los alejan de parecer reales. Si bien es cierto que el giro que se produce en este apartado suple parcialmente este aspecto negativo, no podemos evitar sentir que ocupan demasiado espacio en la película siendo tan solo una muestra de manías personales y actitudes egoístas, que se deslizan en esta película rozando la americanada, aunque resuelta de una forma no solo eficaz, sino también más humana de lo esperado.


En el apartado puramente cinematográfico, destaca un montaje que sabe recurrir a diversos recursos visuales para encadenar las escenas bebiendo de los vídeos musicales a los que se dedica también el director, pero engarzados aquí de forma espléndida para regalarnos efectos visuales que están al servicio del argumento. Dado que la acción principal transcurre en el cerebro del protagonista, entre sus recuerdos, resulta coherente la forma en que se entremezclan imágenes, se juega con los planos, se crean espejismos visuales y se engarzan secuencias con cierto nivel autoreferencial a lo ya visto anteriormente, y todo ello sin recurrir en demasía a los efectos especiales por ordenador. Ahí tenemos la recuperación de la Clementine niña en un pasado en el que no existía, el juego de las almohadas, la calle infinita, los rostros borrados, las breves, pero importantes intervenciones de los personajes durante los diálogos o la fuerza visual de una casa desapareciendo acompasando a una conversación vital y cumbre en la relación entre Joel y Clementine.

Un estilo que puede resultar caótico, por lo que se deduce que no se trata de una película fácil, a pesar de que su premisa sea sencilla. Sin embargo, a pesar de su intencionada desorientación, el tejido narrativo es fuerte y cuenta con un sustento emocional que desprende luz sobre lo mostrado en escena. Todo ello obliga al espectador a permanecer atento, a trabajar lo que ve y a prestar atención a los detalles, como el pelo de la protagonista para conocer en qué tiempo nos encontramos o las pistas que se deducen de lo expresado por los personajes. Por último, destacamos la banda sonora de Jon Brion, de toques minimalistas, que también recoge canciones de distintos grupos, donde queremos distinguir Everybody's Got to Learn Sometime, versión de Beck del sencillo original de James Warren.


¡Olvídate de mí! nos ofrece distintos perfiles más o menos acertados, pero por encima de todos nos invita a reflexionar sobre aquello que tenemos en nuestra vida, a barajar y medir cuánto hay de bueno y cuánto resulta un lastre. Ahonda en el amor para rehuir el idilio y sumergirse en la agridulce realidad. El final es toda una declaración de intenciones que redondea a la perfección el sentido tan humano y real de la película y, por todo ello, se ha ganado un hueco entre las historias románticas del cine.

Escrito por Luis J. del Castillo



Clásicos Inolvidables (XCVII): Poesía de Pablo García Baena

24 abril, 2016

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Es la de Pablo García Baena una poesía que indaga en las fuentes de la naturaleza y en la intimidad de la ornamentación religiosa, que entiende la experiencia vital como espejo de todas las vidas que en él deseen observarse. Nacido en Córdoba en 1923, García Baena ha llegado a tener una voz tan propia que no ha podido ser sofocada por ninguna de las corrientes poéticas imperantes. Su libertad para con la creación lírica lo es también consigo mismo. Porque García Baena sabe que los compromisos también se adquieren por medio de la tradición y no solo a través de las sobadas consignas de siempre. En este sentido, es la suya una poética que ha venido narrando contra corriente, sobrevolando modas literarias; porque las modas, modas son.


Una actitud que no anula la capacidad renovadora bien entendida. Co-director de la revista Cántico, fundada en 1947 (con periodos de actividad centrados en los años 1947-1949 y 1954-1957), el poeta recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras el año 1984, entre otras muchas distinciones.

La precisión léxica constituye la base de su esteticismo formal, y un modo de relacionar la poesía con otras artes, como vasos comunicantes de un mismo manantial del que bebe el ser humano. Lo trascendente es el recorrido de la persona. Por eso, la experiencia se transforma en un saber espiritual. De este modo, es la de García Baena una poesía de y para la vida, que transmite dicha experiencia particular universalizándola, tal y como sucede con aquellos poetas que el tiempo acaba reclamando para sí.

La plenitud alcanzada en el poemario Antiguo muchacho (1950), evocación de una infancia noblemente mítica y de generoso barroquismo, equipaje propio de la poesía de (aquella) juventud, aún sigue evolucionando hasta el sereno equilibrio de existencial diálogo con el amor, las ciudades, los poetas y Dios, propuesto en Antes que el tiempo acabe (1978).

Y es que, para el cordobés, esta búsqueda de la belleza se va alejando de la experimentación del artificio verbal, nutriéndose de la alternancia del verso libre y las estrofas tradicionales (sobre todo, a partir de Almoneda: Doce viejos sonetos de ocasión [1971]), en las que vence un neo-romanticismo que conversa con esa parte esencial y misteriosa que ofrece la vida al iniciado en poesía.

Por ello, García Baena se permite el lujo de abordar desde la confidencial introspección de los ritos religiosos (El Corpus, La Huerta de la Cruz…) a la (in)concreta corporalidad del erotismo (Jardín, Junio, Narciso…) o su recuerdo, enclavado en El verano (poema inédito) o en Como el árbol dorado (I), que junto a Tres voces del verano: Helios, deja entrever una veta antropológicamente esotérica o mágica, que no riñe con la oficialidad, y a la que se suma un evidente simbolismo numérico y cromático, constituido en personalísima lírica testimonial. Por ejemplo, volviendo a Helios, en efecto, García Baena es cáncer, aunque el relevante dato señalado por el último verso carezca de notación crítica.

Pintura de Gregorio Prieto
Sentimientos y estados de ánimo que son punteados por la melodía de los versos, caso de El retorno, Rumor secreto de guitarras, Noche del vino, Junio o Elegía a Chopin en un atardecer de Octubre. La naturaleza es la música que representa la armonía del entorno, del exterior y el interior; por eso la existencia es contemplada como un bosque en Antiguo muchacho, una identificación que desemboca en la excelencia del posterior Contrapunto: Edad.

De igual manera, el autor presta especial atención al otoño, el cine o la música (clásica), dedicando gran parte de sus poemas a artistas y amigos, cercanos o espirituales, como Vicente Aleixandre (1898-1984), Manuel Alvar (1923-2001), Rafael León (1908-1982), Francisco Zurbarán (1598-1664) o San Juan de la Cruz (1542-1591). Así, hasta la recapitulación y profundización que supone Fieles guirnaldas fugitivas (1990), poemario que aúna en una cálida ráfaga de viento la voluntad de interiorización de Juan Ramón Jiménez (1881-1958) con un maduro retorno al formalismo de Luis de Góngora (1561-1627), que en ese particular trabajo de orfebre que es el compartir la vida por medio de la poesía, siempre demanda una lectura atenta y exigente. Con frecuencia, es el último verso el que reviste de un sentido global a todos los demás.

Córdoba
Y en fin, ¿dónde hallar toda esta liturgia del amor, imagen de los amigos (entre los que se encuentran los libros) y ambientación del paisaje andaluz, a caballo entre Málaga y Córdoba, sin olvidar la evocación al poeta granadino por excelencia, en Los que un día os llevasteis? Pues, por ejemplo, en su Poesía Completa (1998) para Visor (completa desde 1940 a 1997), con introducción de Luis Antonio de Villena (1951) o en la recién publicada antología poética Mientras cantan los pájaros (Cátedra, Letras Hispánicas, 2015); edición a cargo de Felipe Muriel (-).

Ambas constituyen un magnífico ejemplo de la interacción poética con las artes visuales (pintura, música, imagen e imaginería) propuesta por Pablo García Baena, en sintonía con unos sentimientos que se desbordan, las impresiones sensoriales, el escenario simbolista de herencia modernista, el poder sugeridor de las imágenes por vía -crucis- de las estampas más costumbristas, diversos matices de la melancolía, y aquellos elementos simbólicos que saben multiplicar unos significados, en los que el carácter lúdico, amoroso -principalmente de pérdida o imposibilidad-, espiritual o anímico, siempre yace conjugado en pasado.

Naturaleza muerta, Zurbarán
La entrega del poeta es con frecuencia dolorosa, como lo es siempre el reconocerse en unos versos. Pero para Pablo García Baena también es una experiencia gozosa, gracias a la expresión del vitalismo más conciliador.

Escrito por Javier C. Aguilera

Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas

23 abril, 2016

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Adentrarse en Historia abreviada de la literatura portátil (1985) sin saber a qué nos atenemos puede llevarnos a un estado de incomprensión e incertidumbre considerable.

Una mirada superficial lo catalogaría como un ensayo por la forma, una lectura sin las claves adecuadas podría incluso considerarla una especie de trabajo conspiranoide, falto de hilo argumental clásico. Y no se estaría alejando de la realidad, salvo porque Historia abreviada de la literatura portátil es una novela falsa y una farsa, al menos parcialmente, a la vez.

Vila-Matas seguramente sea uno de los máximos representantes de la metaliteratura experimental en español, siendo esta novela la primera, pero alcanzó su culmen a inicios del siglo XXI con Bartleby y compañía (2001), El marl de Montano (2002) y Doctor Pasavento (2005), que componen su trilogía sobre las patologías literarias, íntimamente relacionadas con el silencio de los autores o la imposibilidad de escribir. No obstante, otras obras posteriores también han mantenido un argumento metaliterario, como Dublinesca (2010).

Historia abreviada de la literatura portátil es la obra fundacional del personal estilo de Enrique Vila-Matas (1948-), situada ya en los años ochenta, cuando los movimientos más experimentales entraban en declive tras la actividad tan plena que tuvieron en los años sesenta, tanto en España, donde destacamos Tiempo de silencio (Luis Martín-Santos, 1962), como en toda Hispanoamérica, con el conocido como boom de la literatura hispanoamericana, más relacionada con el realismo mágico, como en el caso de Cien años de soledad (Gabriel García Márquez, 1967) que con la experimentación formal, aunque también hubo casos importantes, como Rayuela (Julio Cortázar, 1963). Esta novela, si podemos considerarla como tal, se adentra en la tendencia metaliteraria: convertir la propia materia literaria, con autores y obras, en el argumento de la historia. La propuesta de Vila-Matas es la unión entre ensayo y ficción, pretendiendo la creación de una poética falsa partiendo de las características comunes de diversos autores.

Enrique Vila-Matas, fotografía de Antonio Moreno
El libro versa sobre la sociedad secreta de los Shandys (nombre que procede de la obra de Tristan Tzara), cuya conjura comenzaría en 1924 y se extendería hasta 1927, año de su disolución coincidiendo con la célebre conferencia del centenario de Góngora, mostrando sus rasgos y viajes. La nómina de personajes que conforma esta sociedad es bastante dispar, incluyendo no solo escritores, sino también filósofos, músicos, pintores o, incluso, ocultistas, con nombres como Aleister Crowley (1875-1947), F. Scott Fitzgerald (1896-1940) o Federico García Lorca (1898-1936). 

El tema central es la propia creación artística o, mejor dicho, una forma de entender la creación artística. Así, Vila-Matas emplea una voz típica del ensayo para referirse a la poética de los Shandys, desplegando su historia y características en los diferentes capítulos, incluyendo referencias  y citas (tanto auténticas como falsas), notas a pie de página y hasta una bibliografía final. Es decir, Vila-Matas convierte en ficción a la propia literatura y a la concepción del arte, proponiendo una reflexión sobre la misma. La idea que subyace en esta novela es que las peripecias y configuración de artistas se pueden convertir en literatura y que, por tanto, la vida también puede ser literatura.


Conoceremos a quienes hicieron posible la novela de la sociedad secreta más alegre, voluble y chiflada que jamás existió: escritores turcos de tanto tabaco y café que consumían, gratuitos y delirantes héroes de esa batalla perdida que es la vida, amantes de la escritura cuando ésta se convierte en la experiencia más divertida y también la más radical. (pág. 15)

El grupo de los Shandys parte de la idea de que la vida es literatura y de una forma tan radical que se convierten a sí mismo en unos seres literarios configurando una serie de normas a seguir. Esta pseudoinvestigación que desarrolla Vila-Matas le sirve para defender un modelo de literatura que se aleje de lo académico, cercano a lo vanguardista y a comprender la vida como literatura, hasta tal punto que durante la propia novela se describirá la intención de Tzara de escribir una obra que es exactamente como la que estamos leyendo nosotros. Debemos recalcar que esta intención se refleja no solo en el contenido, sino también en la forma de abordarlo, a través del ensayo metaliterario, como señalábamos antes. Con este procedimiento, se distancia de la novela realista, de la narrativa habitual, para defender una forma de entender la literatura y el arte distinta, yendo más allá de la experimentación lingüística, ortográfica o gramatical, o estilística de otras obras experimentales.

Siguiendo con las ideas del libro, la propuesta principal de los Shandys y, por tanto, del autor, es que la literatura es vida y que, por tanto, la vida es literatura, ideas semejantes, pero de distinto calado. Se sigue el concepto que se recoge como cita de Paul Valéry en Monsieur Teste al inicio de la obra: El infinito, querido, es bien poca cosa; es una cuestión de escritura. El universo solo existe sobre el papel. Dentro de esta perspectiva, todo se pasa por el prisma de lo escrito y del arte, incorporando a su vida no recuerdos, sino toda una colección de obras escritas y citas literarias. Incluso a los Shandys se les prohíbe suicidarse, salvo que este suicidio sea literario, es decir, se desarrolle en el espacio de lo escrito, dado que eso supone realmente el fin de la vida. Un final que puede ser a través de multitud de formas, por ejemplo; la muerte del personaje literario, la traición al lenguaje o el silencio radical al dejar de escribir, como le sucedió a Juan Rulfo (1917-1986) y a otros casos sobre los que versa Bartleby y compañía. Este hecho se refleja en el suicidio premeditado de Rigaut (1898-1929), que es rechazado por los Shandys, que tratarán de impedir que otros sigan este ejemplo mandando cartas a los periódicos, jugando así Vila-Matas con la tradición del Werther (1774) de Goethe (1749-1832).


Cabe decir que el desconcierto personal de Anthony Typhon eran tan grande que llegó a eliminar las haches de su nombre y apellidos, al tiempo que proponía condecorar a George Antheil, lo que valió su inmediata expulsión del grupo, ya que si algo horrorizaba a todos los shandys sin excepción era cualquier tipo de insignia, medalla o distinción. (pag. 39)

Otra de las características más importantes de los Shandys es el odradek, término que procede del cuento Las preocupaciones de un padre de familia, de Franz Kafka (1883-1924), y que designa a una especie de doble de cada personaje, que se manifiesta de forma diferente según la persona. Este odradek constriñe a los escritores y muestra su desdoblamiento entre el Shandy cuya vida es el arte y la presión social o la atadura al mundo material. Cuanto más alejado del realismo y más marcados por la vanguardia, más se marca la existencia del odradek. Por ejemplo, de los autores en lengua española señala entre los Shandys a César Vallejo (1892-1938), Vicente Huidobro (1893-1948), Federico García Lorca, Salvador Dalí (1904-1989, además de su faceta como pintor, también escribió algunos libros y, ante todo, se hizo un personaje a sí mismo) y Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), pero tan solo señala la existencia de los odradeks de los dos últimos, autores muy distanciados del realismo.

Además de que fueran autores que dedicaran su vida a la literatura o que hicieran de la literatura, su vida, debían ser máquinas festivas (se rechaza así la idea de escritor enclaustrado) y solteras (que funcionaran como tales, aunque no lo fueran) y su obra debía ser portátil, fácil de transportar. No debía ser pesada, adjetivo que también se puede entender con el sentido de gravedad, remarcando de nuevo su rechazo a lo académico. El gran símbolo de esta última idea es la maleta de Marcel Duchamp (1887-1968), que condensa en un maletín un museo. De nuevo, la novela que estamos leyendo cumple con este requisito de ligereza física, aunque su estilo, imitando a los manuales y ensayos, sea denso. Por último, cabe mencionar el hecho de que se acuse a poetas profesores, en este caso a Dámaso Alonso (1898-1990) y a Gerardo Diego (1896-1987), de ser los traidores de los Shandys y acabar con su conjura, siendo precisamente representantes de ese academicismo con el que se trata de romper en toda la obra.

Maletín de Duchamp
Como ya comentamos antes, el fondo de Historia abreviada de la literatura portátil es la creación de una poética falsa, pero que Vila-Matas legitima con esta obra, forjando un canon tanto de autores que mantienen las características del grupo como de obras, incluso algunas inexistentes, que corroboran a partir de su lectura parcial o sacada de contexto lo que se expone en esta novela. En resumen, la propuesta de Vila-Matas es la ruptura con lo académico y con el realismo, proponiendo una vida literaria a partir de modelos manipulados. Para ello, retorciendo el género, emplea el ensayo ficticio, invitando al lector a dudar de todo lo que lea a partir de entonces, porque las claves que está empleando son las mismas que un manual o ensayo que se considere serio (ahí tenemos las citas, la bibliografía, las características del grupo de los Shandys), lo que nos puede llevar a pensar si realmente nos dicen la verdad o tan solo ajustan la realidad a sus necesidades.

El notable esfuerzo de la ironía seria, crítica y ácida que se esconde tras esta propuesta puede resultar prácticamente imperceptible al ser una obra poco accesible para cualquier lector, que se desmarcó en su momento del retorno a la narratividad que se estaba produciendo en la literatura española. No se trata de una lectura agradable y requiere, o exige, una preparación cultural previa y un enfoque concreto a la hora de adentrarse a la lectura.

También se deben aceptar unas normas que en cualquier momento pueden dislocar una trama difícil y compleja cuyo fin u objetivo podría ser el propio hecho de desmontar el sistema literario y ensayístico que encorseta y caracteriza a los autores con unos parámetros no muy alejados de lo mostrado en este libro. Ahora bien, es nuestra decisión adoptar una postura de rechazo ante tal conjura o decidir aceptar el juego y unirnos, por tanto, a los shandys. Es decir, vivir este verosímil engaño y disfrutarlo.

A pesar de su brevedad, es una novela densa por la cantidad de referencias que emplea, por el juego de verdades y mentiras que emplea, aunque también se trata de una obra prematura en la producción de su autor. No obstante, puede suponer un descubrimiento interesante para quienes desconozcan que existe esta rama literaria en un tono tan experimental. Será perfecta para aquellos que disfruten de una lectura compleja, aunque la insatisfacción o el rechazo pueden ser una de las opciones más habituales ante una obra de estas características.




Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula

20 abril, 2016

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Parafraseando un simpático aunque enrevesado título de Julio Cortázar (1914-1984), parece que la narrativa de la película Todos los hombres del presidente (All President’s Men, Warner Bros., 1976) se haya convertido en el modelo básico para armar de todo posterior acercamiento cinematográfico a cualquier indagación periodística; ficticia o basada en hechos reales. 

Con una importante diferenciación: la que proporciona la coordinación de una puesta en escena eficaz, frente a vehículos con “equipos de investigación” en los que apenas existe un trabajo de dirección, pues el realizador no se ha esforzado en contar la historia visualmente, más allá de limitarse a fotografiarla.

Suelen ser guiones interesantes a un nivel temático y de audiencia, pero cuya traslación a imágenes sucumbe ante unos metrajes desaforados, tensión plana y una acción escasamente dosificada, carente de la debida concentración dramática (un aspecto esencial en los relatos de denuncia). En definitiva, que adolecen de la personalidad que proporciona la capacidad sintética y brillantez formal de un Alan J. Pakula (1920-1998).

Empíricamente, desconocemos qué tiene el poder que cambia -en acto- hasta a los políticos más bien intencionados -en potencia-. Tal vez sea un enigma sin enigma, antropológicamente hablando, que se viene gestando y repitiendo desde la noche de los tiempos, con solo algunas notables excepciones. No en balde, muchos ciudadanos comienzan a entender que la política es el principal escollo a la hora de resolver cualquiera de los demás problemas que acucian a un país, incluso por encima del desempleo, ya que se es más consciente de que, sin el arreglo de lo primero, difícilmente va a solucionarse lo segundo.

Entre tanto, y como respuesta, los políticos mudan viejas caras corruptas por rostros nuevos, en lugar de sanear la administración o aligerar las leyes que amparan tanto desconcierto, ya que consideran que la limpieza de un partido político estriba en la recuperación o cambio de imagen de un logo. Nada hay más peligroso que la antiquísima nueva política que cada cierto tiempo se nos vende. Y es que para sostener una cosa y ejecutar justo la contraria, logrando entre medias que el público-votante quede satisfecho, no cabe duda que es necesario haber nacido con un talante muy especial.


Pero cada uno de nosotros, con nuestro compromiso de libertad, personal aunque encaminado a todos, somos realmente los auténticos revolucionarios. El verdadero reto sigue siendo este, el enfrentamiento a un poder que lo controla todo, o aspira a ello, bajo la periódica perpetuación de los neototalitarismos. Por ello, es el periodismo una profesión de auténtico riesgo, pues conlleva la adquisición de una cultura no compartimentada y la discrepancia en libertad, esto es, no sometida a ninguna línea editorial, que lo es de partido; lejos, por lo tanto, del sometimiento a una nueva policía del pensamiento.

Por otra parte, cada vez nos vemos más obligados a elegir entre cultura e información. Y de la segunda suele depender el discurso cultural dominante. Para los periodistas Carl Bernstein (1944) y Bob Woodward (1943), cuyos trasuntos cinematográficos fueron interpretados por Dustin Hoffman (1937) y Robert Redford (1936), respectivamente, el problema de las imágenes no consistió tanto en si resultaba conveniente hurtarlas o mostrarlas, sino en el hecho de saber explicarlas objetivamente.


El uno es un judío liberal (Bernstein) y el otro un protestante de origen anglosajón y afectos republicanos (Woodward). Pero ambos son periodistas con apego o, al menos, respeto hacia su oficio de tinieblas. Por consiguiente, no es extraño que fuera de la iluminada redacción del Washington Post, (casi) todo sean sombras y oscuridad; un antagonismo cimentado por la extraordinaria fotografía de Gordon Willis (1931-2014). A los reporteros, cuya relación se muestra igualmente de forma elíptica, aunque se halle presente en los resquicios de la filmación y el montaje, como flotando en el ambiente, se agregan los personajes de Ben Bradlee (Jason Robards), director del periódico, el editor y responsable de sección (Martin Balsam) y un redactor jefe (Jack Warden).

A ellos se suma el misterioso Garganta Profunda (trasunto de Mark Felt; 1913-2008), ex sub-director del F.B.I., encarnado por Hal Holbrook (1925). Un personaje crucial que proporciona a su contacto periodístico tres lecciones, o niveles de acceso, inolvidables; a saber, que se olvide de los mitos sobre la Casa Blanca (es decir, de las supuestas bondades del poder político), que siga el rastro del dinero y que si a la justicia algo no le concierne, jamás hará nada. De ahí el carácter esperanzado del último plano sostenido de la película, por el cual Woodward y Bernstein se comunican por medio de la escritura de su máquina de escribir; instrumento que se contrapone o solapa, sin ambages, con las imágenes más oficiales de la televisión.


Cada vez se hace más difícil distinguir lo que es cierto de lo que no. Es el resultado del bombardeo informativo y de su respectivo control. La facilidad y conveniencia en ejercer dicho control es mucho mayor, al igual que resulta más arduo el poder centrarse en una sola historia en concreto. Todo periodismo ha de ser honesto por definición; la mejor versión de la verdad, y no solo en lo que respecta al llamado “de investigación”. Sin duda, hay a quienes estos tiempos les parecerán “fascinantes”, lo que en cierto modo es así, pero no por ello dejan de constituir un ilusorio espejismo donde es de agradecer la clarificación cuando esta se produce.

El asunto Watergate demostró que el sistema aún funcionaba. Por esta razón, los gobiernos consiguientes “aprendieron la lección” y el Estado, de cualquier latitud y longitud, decidió que no podía permitirse el lujo de volver a verse tan seriamente comprometido o en entredicho. En la actualidad, la mayoría de cadenas de radio, prensa y televisión dependen de forma directa -o indirecta- de las concesiones y ayudas de los correspondientes gobiernos. Por eso el cine clásico que alcanzó hasta los años setenta fue más limpio, porque reflejaba la suciedad de esta nueva realidad en toda su crudeza.


En la antigüedad, mientras la retórica se ocupaba del lenguaje y el razonamiento, la dialéctica permitía distinguir lo verdadero de lo falso, el discernimiento de las palabras, los hechos y sus relaciones con el lenguaje. Ahora, los nuevos caudillajes y la reciente aristo-laica hacen mucho más trabajosa la labor de esclarecimiento, como anticipan los sucesivos planos cenitales tomados en el interior de la Biblioteca del Congreso, en la que nuestros dos protagonistas tratan de encajar algunas de las piezas -o fichas- de su investigación. Un aspecto en el que no es baladí el empleo de una considerable profundidad de campo por parte del realizador, con el cual va más allá de la natural focalización sobre lo observado.

Es la evidencia de una conducta ética que tiene el valor de enfrentarse a un determinado partido o medio de comunicación, entornos donde la dignidad suele ser un factor negociable. De ahí el interés por arrojar luz y contemplar con la debida perspectiva taquigráfica a políticos que nos cuestan lo mismo tanto si gobiernan como si no, que se acogen al desvergonzado privilegio del aforamiento para eludir responsabilidades o que presionan a la justicia con ánimo de aletargar procesos judiciales y hacer prescribir los delitos. O en fin, que se refieren a su nación con el sobado eufemismo de “este país”, no vaya a escapárseles el nombre, que en determinados países los carga el diablo, y lo tilden a uno con epítetos poco agradecidos, aunque tan arcaicos que suelen decir muy poco del nivel intelectual de quienes los promulgan (o que dicen mucho, según se mire).


No en vano, cada época reclama sus análisis, coyunturas y hasta caprichos… cuyas interpretaciones no conducen necesariamente a un callejón sin salida o de dirección única. Dicho de otro modo, no cabe extrapolar la mayoría de las actitudes particulares de antaño a hogaño, porque estas se adscriben a una realidad determinada. Si por ejemplo, tal autor fue “x” -lo que fuera-, no puede pretenderse que, de forma interesada -en las aulas, principalmente-, en la actualidad siguiera siendo “x” forzosamente, o “x al cubo”, en un inamovible estancamiento de las circunstancias y las conductas. Visto lo visto respecto a los seres humanos, ¡vaya usted a saber lo que pensaría el tal personaje de seguir hoy con vida!

La historia y la cultura, en general, se nos muestran como un ente mucho más orgánico, presto a ser comprendido y asumido, más que enlatado y encorsetado en los nichos ideológicos. Continuamente ha de ser estudiado, contextualizado y matizado, en lugar de fosilizado, reducido y reverenciado. ¡Hasta el humor de muchos cómicos está sucumbiendo a la servidumbre del poder!


Pakula y su guionista, William Goldman (1931), tienen el acierto de enfocar una trama que ya es conocida -por todos aquellos que estaban debidamente informados en aquel momento; buena parte de la opinión pública-, como si de una narración de misterio se tratara; a modo de una película de intriga en la que el suspense es un elemento sustantivo y adjetivo. Esto favorece que todo el entramado de nombres, apellidos, cargos públicos y ubicaciones que despliega el argumento, se teja por medio de una calculada aunque sencilla planificación. Por ejemplo, en determinados momentos, Alan J. Pakula sitúa la acción dentro y fuera de los espacios en que esta acontece, como sucede durante el asalto al edificio Watergate, empequeñeciendo o, en el caso de los periodistas, aumentando, la naturaleza humana.

Una acción que, pese a todo, queda trufada de elipsis y sobreentendidos sobre los que, de forma certera, esta se va construyendo y condensándose bajo un solo clima, en el que destaca el hecho de que haya mucha gente asustada, como confirman el secretario y jefe de finanzas del comité para la reelección, Howard Sloan (Stephen Collins), así como los amedrentados miembros del referido comité. De este modo, los planos de la ciudad se imbrican y airean el relato, más que se insertan dentro de este, por medio de imágenes aéreas que equivalen a muchas palabras.

En otro buen ejemplo de planificación, el realizador resuelve la artimaña de Bernstein con el banquero Dardis (Ned Beatty), sorteando a su secretaria (Polly Holliday), mediante un solo plano secuencia “sin trampa ni cartón”. Además, en otro momento anterior, hemos podido contemplar al mismo periodista conversar con varios “contactados”, a través de un expresivo plano-contraplano: el investigador aún no ha logrado romper las barreras de la incomunicación. Ritmo, fotografía, montaje, guión y acompañamiento musical (la telúrica y envolvente composición de David Shire [1937]) son las pruebas tangibles de un entramado que no lo es, pero que va tomando forma gracias a la inmediatez de unos acontecimientos que se revisten de una estimulante veracidad.

Pakula junto a Redford
Desgraciadamente, al contrario de lo que sucede con los protagonistas de Todos los hombres del presidente, las actuales corporaciones mediáticas en modo alguno representan los intereses particulares de las clases medias. No sorprende, por lo tanto, que lo primero a lo que aspira un político sea el control de jueces, espías, policía, y naturalmente, la educación y los medios de comunicación.

En un momento en que no se tienen muy claros conceptos como los de libertad de expresión, que más bien se arguyen con objeto de enmascarar toda clase de verbo-delitos, como si el insulto fuese siempre una manifestación creativa, o en el que el vocablo democracia solo es entendido si es útil para alcanzar el poder, se hace más necesario que nunca que el periodista sea un individuo libre.

Pero claro, todo esto conlleva un esfuerzo que, para colmo de males, no proporciona demasiados dividendos, votos o reconocimientos. Aunque ya conocíamos el final, Todos los hombres del presidente se las arregló para ser una película dinámica, apasionante y visualmente comprometida con dicha libertad.

Escrito por Javier C. Aguilera

Animando desde Oriente (VI): Boku dake ga Inai Machi (Erased, Desaparecido), de Tomohiko Itō

17 abril, 2016

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Hay determinados tópicos con los que cuesta combatir, demasiado generalizados y distribuidos incluso por quienes deberían tratar de eliminarlos y defender la realidad. Ya hemos hablado con anterioridad del hecho de que la animación esté intrínsecamente relacionada con la infancia es un error que nos impide acercarnos con madurez a un mercado tan amplio como el del anime japonés y lograr entenderlo de forma completa. Ya mostramos con La tumba de la luciérnagas (1988) o Recuerdos del ayer (1991) como de cruda, la primera, o reflexivamente realista, la segunda, podía ser una película de anime, pero a pesar de ello debemos incidir en un nuevo aspecto a tener en cuenta para entender este mundillo.


Cuando nos enfrentamos a la creación de una animación, nos encontramos ante un universo de posibilidades que no están circunscritas a la realidad y cuyos límites se nos escapan. Lo habitual en el anime es recurrir a un elemento fantástico o de ciencia ficción, es decir, a géneros algo denostados de forma general en las últimas décadas, a pesar de que en muchas ocasiones ya están revitalizados y defendidos por sectores consolidados. Suele pasar además que la mayoría de series célebres suelen tener como centro de interés esta magia, y podríamos citar numerosos ejemplos, desde la mítica (y tan maltratada) Dragon Ball (Akira Toriyama, 1986-9, Dragon Ball Z, 1989-1996), pasando por otros shonen como Naruto (2002-2006; Naruto Shippuden, 2007-) o Bleach (2004-2012), a incluso algunos shojo que han tenido cierto éxito en España, como Sakura, cazadora de cartas (CLAMP, 1998-2000).

Nos estamos refiriendo al hecho de que más allá de las series realistas de animación nipona, como pudieran serlo las películas antes mencionadas de Isao Takahata o incluso sus series Heidi (1974) y Marco (1976), hay toda una serie de obras que incidiendo en algún aspecto mágico, de género negro o de ciencia ficción pueden realizar una propuesta seria, adulta y muy interesante. Podríamos ahondar en diferentes nombres, con célebres casos como la mítica película Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988) o la serie Evangelion (Hideaki Anno, 1995-1996), pero hoy nos refugiamos en una obra reciente que ha conseguido cierta atención por parte del público: Boku dake ga Inai Machi, o bien Erased (2016), como nos referiremos de ahora en adelante (en España se ha traducido posteriormente como Desparecido, siendo licenciado y editado por Selecta Visión). Esta historia comenzó como un manga realizado por Kei Sanbe desde 2012 y finalizado en marzo de este año, aunque en nuestro análisis nos centraremos en la serie anime que se ha emitido en Japón entre el 8 de enero y el 26 de marzo de este mismo año, dirigido por Tomohiko Itō (que ha participado en series como Death Note [2006-7] y en películas como La chica que saltaba a través del tiempo [2006] o Summers Wars [2009]).


Erased parte de una premisa sencilla: el joven Satoru Fujinuma, de 29 años, tiene la habilidad especial de retroceder involuntariamente en el tiempo cuando va a suceder algo negativo, con el fin de poder evitarlo (provocando generalmente un nefasto resultado para sí mismo). Este es el aspecto mágico de la trama, pero en lugar de proponernos una serie procedimental, con capítulos autoconclusivos sobre esta habilidad, los doce episodios están enfocados en un único caso relacionado con la infancia del protagonista, cuyas repercusiones alcanzan a su presente de forma atroz.

Así, gracias a este misterioso poder, regresará a su yo niño del año 1988, cuando iba a quinto de Primaria, a la clase del maestro Yashiro junto a sus amigos Kenya, Hiromi, Osamu y Kazu, fecha en la que se sucedieron una serie de crímenes en torno al secuestro y asesinato de dos niñas (Kayo Hinazuki y Aya Nakanishi)  y un niño (Sugita) que afectaron profundamente a Satoru. Con el fin de investigar qué sucedió, tratará de evitar esas muertes y reescribir de esa forma su vida.

En cierto sentido, no anda lejos esta propuesta de nuestro anterior Animando desde OrienteDetective Conan (Gosho Aoyama, 1996-), dado que de nuevo se conjuga aquí un personaje niño con mente adulta y una trama de género negro, pero hay diferencias radicales entre ambas propuestas más allá de estas dos semejanzas evidentes.


Por una parte, la serie no cae en el error de convertir en infantil su contenido, ni que resulte tedioso la presencia de niños como personajes principal, dado que su papel está algo reducido y su aparición está ligada al argumental principal, sin establecer innecesarias y ridículas subtramas como suele ser habitual en estos casos. No obstante, también es cierto que en ocasiones se nota artificial, dado que se recrea en la mayoría de niños protagonistas (Satoru, Hinazuki o Kenya) un comportamiento de características más maduras. Por otra parte, la habilidad que tiene Satoru nos recuerda a otras películas como El efecto mariposa (Eric Bress y J. Mackye Gruber, 2004) o, de forma tenue, a las repeticiones del día de la marmota en Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993).

No se trata de una serie que resulte tediosa, dado que avanza tratando de solucionar pequeños problemas que están interrelacionados con el propósito final y quizás se puede percibir cierto desgaste cercano al tramo final, a pesar de que nos encontramos ante una cantidad breve de episodios, tan solo 12. En este juego de tira y afloja, cada capítulo ofrece al espectador nuevos datos a la par que plantea más dudas, concluyendo cada uno de ellos con un cliffhanger que o bien propone un giro a la trama y un nuevo reto al protagonista o bien plantea una situación de sospecha hacia algún personaje. Ahora bien, tampoco está centrada en exclusiva en la trama negra, sino que incorpora un deje nostálgico y una revisión del pasado.


Esta cuestión es notable en el desarrollo del protagonista. En principio, tenemos a un personaje apático, desilusionado y algo inexpresivo, un hombre antisocial de 29 años que ve con disgusto la vida, su trabajo, a quienes le rodean, y que considera su don una maldición. Sin embargo, el contacto, primero con Airi, su joven y entusiasta compañera de trabajo, y luego con su pasado, comenzará a moldear a una persona diferente, de cuya evolución seremos conscientes. Aunque gran parte de las reflexiones adultas se conservarán en su versión de niño, gracias a su mente, lo cierto es que ambas personalidades se solapan ocasionalmente. 

Así tendremos a un niño que pretende simular serlo, sin poder evitar caer en los mismos errores que cometió cuando tenía esa edad, lo que demuestra que no ha cambiado tanto como pensaba. A su vez, se percatará de detalles de los que no era consciente entonces. En relación a esta cuestión, la serie invita al espectador a reflexionar de forma implícita sobre la cuestión del olvido, de esas lagunas mentales que ocupan nuestros recuerdos infantiles, en muchas ocasiones como flashes en medio de la memoria.


De esta manera, al principio, Satoru valorará detalles en la relación con su madre, Sachiko, que antes no recordaba, siendo consciente de todo lo que había perdido. El valor de la familia se reivindica a lo largo de los episodios, incluso en la influencia negativa que ciertas decisiones familiares pueden tener para el futuro de los hijos. 

Por otra parte, Satoru también se percatará de cómo cosas que fueron importantes para él ya se le han olvidado (como la guarida secreta de su pandilla) o de cómo funcionaba el mundo adulto a su alrededor sin que él se percatara entonces (la forma de comportarse o hablar de un adulto de un nivel sociocultural menor, la actitud más protectora de su madre o cómo se ocultaron los crímenes con mentiras que los niños creyeron). En cierta forma, este reencuentro con el pasado de Satoru se convierte en una invitación a ahondar en aquello que ya no somos, pero que en cierta forma seguimos siendo. Y todo ello sin olvidar en ningún momento que nos encontramos con un thriller para evitar un crimen y conseguir desenmascarar al asesino, lo que es realmente meritorio.


Debemos mencionar, además, la importancia del presente, donde se desarrolla una subtrama de persecución policial (aunque siempre desde el punto de vista del perseguido), cuyo tema esencial es la confianza. El personaje más relevante de este tiempo es Airi Katagiri, a la que ya mencionamos, y que desde el capítulo 7 parece difuminarse del guión del anime a pesar de que para el protagonista era una persona importante al haber supuesto un choque de personalidades y la apertura a un nuevo Satoru. 

Aunque la acción se sitúa principalmente en 1988, debíamos mencionar esta presencia ocasional de Airi, ya que funciona como sustento de un nuevo enfoque vital y posteriormente como un ancla para la memoria del protagonista. De la misma forma, hay hechos aún anteriores en el pasado de Satoru que sirven para motivar ciertas acciones, siendo especial el caso del héroe de anime que admiraba en su infancia y que le hace plantearse la forma en que un héroe debe comportarse, hasta que finalmente sea él la persona admirada como tal. 


En cuanto a la estructura argumental, hay un arco principal que abarca hasta el capítulo 6, cuando se produce un intermedio, y se retoma hasta el episodio 9, momento del cierre donde más allá del tema principal, se solventa una trama en torno al maltrato infantil. A partir de ese momento, comienza el tramo final que resulta más flojo, dado que se desprende de uno de los personajes principales, Hinazuki (a pesar de que en el manga este personaje seguía estando presente). En realidad, seguramente el aspecto en el que el anime más erra es en el momento de concluir u otorgar una explicación convincente a todo lo desarrollado. Quizás se puedan encontrar las causas en la duración de la serie, aunque se podrían haber organizado mejor, o quizás en la excesiva cercanía entre la publicación del final del manga y del anime, dado que ello impedía realizar una adaptación más fiel. Aunque la resolución no varía, invitamos a quienes disfruten del anime, a acercarse al manga original para observar de forma más detallada algunas cuestiones que se obvian, dando una apariencia más superflua que desmerece en gran medida el resultado definitivo del anime.

Sucede este hecho tanto en el cierre del entramado de Hinazuki, donde se trata de otorgar de forma sutil una explicación a la situación familiar deleznable de la niña a partir de antecedentes, pero cuya justificación aún tratando de humanizar a un personaje oscuro, queda algo endeble. Incluso podríamos considerar la aparición de cierto personaje como un Deus ex machina frente a la elaborada estratagema de los personajes principales (la familia Fujinuma o el maestro Yashiro). No se desliga en este caso del manga, aunque su desarrollo es algo mayor y se comprende mejor en la obra de Sanbe. Destacamos aquí la importancia de Kayo Hinazuki que ostenta prácticamente el rol de co-protagonista en gran parte de la serie, siendo un personaje complejo por su situación, hecho por el cual su comportamiento, de talante desconfiado, dista mucho de corresponderse al de una niña. Este personaje nos regala momentos muy emotivos al encontrar el cariño y la confianza en la familia Fujinuma.


Distinta suerte corren el arco final entre los capítulos 10 y 12, momento en el que se trata de resolver la identidad del asesino, aunque curiosamente no se opta por encaminar al protagonista a ese objetivo, lo que redunda en una cuestión: la preocupación principal de Satoru ha sido y es la salvación de las víctimas, cualesquiera que sea, antes que la captura del criminal, que aún siendo relevante, pasa a un segundo plano. Por ello, quizás la serie tampoco se dedica a expandir u ofrecer posibles culpables, lo que conlleva que aunque pueda existir una sorpresa final con la identidad del secuestrador, resulte lógico dado el escaso plantel de personajes. Los dos últimos episodios juegan como espejo de ilusiones, aunque el final se desinfla como sucedía desde el capítulo 9, tratando de dar un golpe de efecto, pero con cierta ausencia de profundidad para comprender mejor al asesino (si acaso se puede entender a un psicópata), algo que se solventa en el manga dedicando un capítulo a su pasado.

Durante los episodios 11 y 12 se revaloriza la importancia de la amistad y se recalca cómo el compañerismo y esos pequeños actos de valentía y heroicidad pueden variar el rumbo de una vida, lo que, por otra parte, incide en un mensaje positivo de cercanía a los demás y de la expresión auténtica y sincera de uno mismo. Estas cuestiones, que ya se subrayaban al inicio de la serie gracias al retorno a la infancia y a la revalorización del pasado, consiguen cerrar un círculo que producen un cambio crucial en la vida del personaje. En este segmento, la serie cierra un círculo de forma acertada, a pesar de que la trama de carácter más negro haya perdido interés y no resulta tan redonda como se antojaba inicialmente. De esta forma, aunque es cierto que la intriga acompaña a toda la serie manteniendo el suspense, conforme avanzan los episodios y nos acercamos a los últimos, podemos tantear con acierto algunas respuestas, a pesar de lo cual el anime siempre trata de guardarse otro giro para sorprender. 


Por otra parte, en tan pocos capítulos es normal que el desarrollo de ciertos personajes no haya sido el más adecuado, pero los principales destacan por su profundidad y los más estereotipados no deslucen demasiado, siendo fácilmente identificables, gracias especialmente al juego de la nostalgia por el pasado. A nivel técnico, la animación es bastante agradable visualmente, con algunas escenas bastante bellas y composiciones entre personajes solemnes y llenas de significado, incluyendo aquí también una mención al montaje.

En el dibujo paisajístico encontramos más defectos, salvo cuando la ocasión lo merece (como en la secuencia del árbol navideño), pero esto es frecuente en este tipo de producciones. La música resulta muy adecuada y destacamos la introducción (opening) de la serie. Ha gozado de un éxito considerable en Japón, donde se ha realizado también una película de acción real (tendencia habitual en el país nipón), estrenada en marzo de este año, y este próximo verano verá la luz en la revista Young Ace un manga spin-off. De momento, el anime no parece que vaya a cruzar la frontera, por lo que solo se puede disfrutar en versión original (o subtitulado por fans).


Quizás nuestro análisis haya podido desalentar parcialmente, pero la serie se disfruta con facilidad y mantiene en vilo hasta el final. Su brevedad es también un aliciente para acercarnos a ella si queremos algo más ligero que otras series televisivas mucho más extensas, siendo similar a lo que proponía en su origen Broadchurch, antes de decidir realizar una segunda y tercera temporada. 

Por último, cabe destacar los mensajes positivos que alberga la serie y que se introducen hasta de forma humorística en ocasiones o incidiendo en cómo nos afecta aquello que nos marca personalmente, acciones fortuitas que pueden cambar el rumbo de toda una vida; en este caso concreto, podemos mencionar el encuentro con un ídolo durante la infancia, las palabras alentadoras de una desconocida en un momento crítico de nuestra vida o el sacrificio de un heroico amigo que trató siempre de salvarlos a todos.




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