El signo de la Cruz, de Cecil B. De Mille

26 marzo, 2016

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La premisa de El signo de la Cruz (The Sign of the Cross, Paramount, 1932) es cinematográfica e historiográficamente atractiva. Se basa en el posible hecho de que el incendio acaecido en la ciudad de Roma en tiempos de Nerón (54-68) fuera un acontecimiento fortuito (más que un acto achacable al propio Nerón), que el emperador, vil pero hábilmente, supo volver en contra de los cristianos.

De este modo, no solo se los “sacudía de encima”, sino que proporcionaba al Circo (a la plebe) buenas raciones de “pan” (de espectáculo).

Pero la película dirigida por Cecil B. De Mille (1881-1959) presenta otras características interesantes. Además de la imagen de un Nerón (el excelente Charles Laughton) embelesado por el espectáculo de las llamas, y proclamando que “mi luz sí será eterna”, estas imágenes culmen sirven al pionero cineasta no como conclusión, sino como arranque de la película, cuya acción se sitúa en torno al año 64 de nuestra era. Sosegadas las llamas, un movimiento expresivo y elegante de la cámara muestra el entorno ciudadano a la llegada de un peregrino llamado Tito de Jerusalén (Arthur Hohl), testigo de los Hechos del apóstol San Pablo.


Poco después, este dibuja en la arena “el Signo de la Cruz” para hermanarse con su colega Fabio Pontelo (Harry Beresford). Otra situación ejemplarmente expresada es el pavor que los romanos sienten hacia los cristianos, contemplados como un exotismo más, en el mejor de los casos, o como una secta oscura y altamente perjudicial, a la que achacan toda clase de infortunios (en este sentido, debemos señalar la excelente figuración que de continuo viste la película).

En otro feliz momento cinematográfico, la grúa desciende sobre los espectadores que acuden al abarrotado Circo y se infiltra en las celdas donde los cristianos aguardan su suerte. A continuación, la cámara asciende de nuevo desde la arena hasta Nerón, enmarcándolo en un único plano: el gobernante está entre el pueblo, pero no se cuenta entre él.

De hecho, el relato se focaliza en el prefecto de Roma (algo así como el jefe de la policía), Marco Superbo (Fredric March), aún portador de las mejores virtudes romanas (ya en extinción), y en su relación con la joven cristiana Marcia (Elissa Landi). Una ligazón pura, en el sentido de no depender de ningún interés ajeno al romántico. Lo que Marco siente por Marcia es un auténtico flechazo, situación resuelta con bastante gracia y convencimiento.


Pero entre los romanos también se encuentra Popea (una estupenda Claudette Colbert), que pretende a Marco. Sobre este personaje recaen unas gustosas dosis de desinhibición, que complementan el ambiente de crudeza que impregna la película (estamos a pocos meses de la instauración del Código Hays). Una aspereza argumental que se hace patente en la masacre de los cristianos reunidos “en secreto” en el bosque y, desde luego, en la extensa secuencia del Circo, que articula la segunda parte del relato y que sorprende por su rotunda modernidad. En ella, además de la cinematográfica coreografía antes referida, destaca el inserto de una mujer que llora, en medio de un público entusiasta.

Pero Omnia Vincit Amor y, pese a las argucias de Tigelino (Ian Keith), Marco socorre al joven Esteban (Tommy Conlon), en trance de tormento, con objeto de prevenir a Marcia. Una muestra de humanidad sobre la que recae la silueta de lo espiritual-amoroso. Curiosamente, Marco no deja de recordar a Marcia que ella puede ser distinta a los demás, y no solo en cuanto a sus creencias se refiere. De hecho, ambos lo son, y de esta manera, ambos deciden su destino en común, al modo que lo hacen los amantes de La túnica sagrada (The robe, Henry Koster, 1954). Y es que para Marco, el cristianismo es todo un quebradero de cabeza, como bien ilustra la imagen de la sombra de una cruz, que se proyecta sobre la puerta de su casa, en el momento en que más aborrece lo que tal señal representa. Para él, la molesta y novedosa creencia “ha hecho imposible nuestro amor”.

Poco antes, durante una fiesta orgiástica en su casa, Marco ha recriminado a Marcia que “el cristianismo es cruel” si conlleva tales sacrificios. En esos momentos, el prefecto la ha dejado en compañía de sus invitados para ver si se aclimata a sus ideas. Pero lo extraordinario del caso, como queda dicho, es que ambos personajes se quieren realmente, del mismo modo que Popea quiere a Marco (no solo lo desea). Incluso Marcia llegará a cuestionarse el por qué de tantos padecimientos. Además, De Mille proporciona otro buen momento durante la secuencia de la mencionada fiesta, aquel en que el canto báquico de Ancadia (Joyzelle Joyner) queda sofocado por las resignadas pero jubilosas voces de los cristianos que son conducidos al Circo.


Hacíamos referencia al Código Hays, aplicado de 1934 a 1967. Fue esta una normativa destinada a cercenar tanto descoco verbal y visual. En este caso, El signo de la Cruz pudo salvarse a sí misma por razones cronológicas, legándonos el esplendor de todo su ambiente no reprimido, sazonado por intrigas palaciegas y favores imperiales…

Pero De Mille sabía cuando la explicitud tenía su razón de ser y cuando no. Por ejemplo, el tormento que padece Esteban no se nos muestra de forma directa, puesto que la conversión de Marco aún no se ha materializado (o espiritualizado). Más que mostrarse insensible a estos sufrimientos “gratuitos”, sigue sin comprenderlos; lo que no sucede cuando acontece el martirio de los cristianos en la arena. En cualquier caso, si su conversión no es total en el aspecto religioso, sí lo es a nivel amoroso, lo que para De Mille y otros muchos católicos pueden ser aspectos análogos.

Como curiosidad, cabe destacar la presencia del futuro realizador Mitchell Leisen (1898-1972) como responsable del vestuario. Y como peculiaridad aún mayor, el acompañamiento musical en la versión doblada al español recoge fragmentos del compositor ¡James Bernard! (1925-2001); una concordancia no tan extravagante puestos a relacionar misterios.

Escrito por Javier C. Aguilera


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