Clásicos Inolvidables (XCII): Meditaciones, de Marco Aurelio

15 marzo, 2016

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Marco Aurelio (121 d.C. – 180 d.C.) fue proclamado emperador de Roma en el año 161 d.C., a la edad de treinta y nueve años. Y lo fue hasta los cincuenta y ocho. Provenía de una familia de confianza de su antecesor Adriano (76-138 d. C.). El conocido como Emperador Filósofo hubo de hacer frente a unas extenuantes guerras: en Oriente contra los partos, y en sus últimos años de vida, en la frontera del Danubio, frente a los pueblos germánicos (godos y vándalos, principalmente), además de los sármatas. Pese a todo, siempre mantuvo una “política de amistad” con el Senado, base de la regulación gubernamental romana, que hundía sus raíces en el principio de ciudadanía.


Antes de convertirse en emperador del Imperio, Marco Aurelio fue bendecido por vía de un entorno especialmente agradecido para las humanidades (concepto en el que, personalmente, englobo todas las disciplinas relacionadas con el arte y la cultura humanas; incluyendo, naturalmente, los conocimientos científicos).

En suma, un fértil legado transmitido por su madre, su padre adoptivo -Antonino Pío (86-161 d.C.)-, su bisabuelo materno, varios profesores de gramática, música, geometría, matemática u oratoria… e incluso por amigos y sirvientes de notable preparación. Precisamente, en el Libro I, de los XII que componen sus Meditaciones, Marco Aurelio recuerda con afecto a sus maestros, pilares de una educación que influyó sobremanera en su temperamento y formación como persona.

Se trata de unas reflexiones escritas en griego, porque como recuerda Francisco Cortés (1954) en su introducción para la editorial Cátedra (Letras Universales, 2011), era corriente que el noble romano se familiarizara con dicha lengua (pg. 15). La presente edición se completa con una cronología y un útil índice de personajes, lugares y hasta vericuetos temáticos.

Un considerable bagaje pese a que, en lo público, Marco Aurelio no tuvo mucha suerte en su reinado. A los disturbios fronterizos hay que añadir la plaga de la peste y otras catástrofes naturales, además de los conflictos con los cristianos (siempre presentes, pese a la relativa buena disposición del gobernante).

Por su parte, los bárbaros únicamente eran apreciados si eran útiles al sistema romano, bien como trabajadores de la tierra, bien como fuerzas militares (pg. 56). Con todo, el emperador huía -justamente como de la peste- de tentaciones absolutistas y totalitarias, propias de malos emperadores como Domiciano, paradigma del tirano (pg. 19).

A título personal, el joven Marco Aurelio se aleja de la retórica para profundizar en la filosofía. Una predilección a contracorriente, puesto que a partir de Adriano la pasión por la declamación entre los jóvenes nobles fue en aumento. En cualquier caso, la tendencia filosófica predominante era el estoicismo (junto con el epicureísmo, o en menor medida, el cinismo). Fuertemente helenizado, el futuro emperador conciliará la literatura de su época con la labor de mecenazgo.

La preocupación por la contención del gasto público y la satisfacción de las necesidades más básicas -hasta donde le fue posible-, teniendo en cuenta tan vasto imperio, hizo que Marco Aurelio tratara de mantener las tradiciones romanas a la par que consentía el resto de creencias (hallamos ejemplos de ello en las meditaciones 5.33, 5.34 o 5.37).

Por lo general, suele decirse que estas Meditaciones son un soliloquio, pero también son una conversación con el lector de la posteridad. Constituyen un cuaderno de campo interior, de género aforístico, compuesto en torno a las anotaciones y vivencias más íntimas, tanto espirituales como filosóficas, del emperador. Un particular espejo de príncipes que nunca halló su adecuado reflejo; al menos, entre sus descendientes más directos.

Niño durmiendo sobre un libro, de J. B. Greuze
Con la muerte de Alejandro (356-323 a.C.) y la de su maestro Aristóteles (384-322 a.C.), un año más tarde, culmina la época clásica y da comienzo el helenismo. Frente a una ley que representa a la ciudad-estado, prevalece el referido estoicismo por encima de otras doctrinas. Este intenta profundizar en el conocimiento del ser humano a través de su relación con la naturaleza, buscando la tranquilidad “de espíritu” y la felicidad, y curiosamente, su principio esencial es el monoteísmo (Nota, pg. 53).

Fundado por Zenón de Citio (334-264 a.C.), fue secundado por Séneca (4 a. C - 65 d. C.), Cicerón (107–43 a.C.) o el propio Marco Aurelio, y se caracteriza por vivir los acontecimientos históricos y políticos tendiendo a la recapacitación y la introspección. No se inclina hacia la ley gubernamental per se, sino que entiende esta última como un lazo con lo particular, a través de dicha naturaleza (exterior e interior, y como señalábamos, eje que sirve para igualar de forma efectiva a todos los seres humanos). Tenemos pues, dos puntos convergentes y fundacionales: el individuo y la naturaleza, aspectos a los que se agrega la trascendencia o religiosidad de cada uno, en función de los instintos individuales (4.53, 6.44).

Pero Marco Aurelio advierte que no todos los seres humanos saben interpretar dicha naturaleza. Para ello, se hace necesaria la intermediación de la reflexión filosófica (4.53). Lógica, física y ética son los basamentos del estoicismo, y en base a estos, el “bien” lo realiza el propio sujeto, en lugar de la coartada de las circunstancias externas a este, porque cada una de las partes está interconectada.


Lo que los colectivismos pretenden difuminar es, precisamente, esta indagación personal, el auto-conocimiento que nos impele a hallar en los demás los frutos de una colaboración individualizada. Para Marco Aurelio, los fines no los determina una impostada homogeneidad social, sino el ordenamiento equitativo, fundamentado en la esencia de cada persona (aquel por el cual, el ser humano que lo desee, se pone libremente al servicio de lo comunitario).

De este modo, los estoicos desplazan el planteamiento colectivo basado en la ley, puesto que es la naturaleza la que nos proporciona un origen común e inspira el respeto mutuo (pg. 55). Por ello, Marco Aurelio impele al buen gobernante a que recapacite acerca de los puntos más sobresalientes de quiénes conviven con él (con todos nosotros; 6.48) y a meterse en el alma del que habla (6.53).

A continuación, llamo la atención sobre otros aspectos importantes (e imperecederos) de estas Meditaciones. Como aquel que advierte que, como dirigente (a cualquier nivel), se ha de soportar que le hablen a uno claro; de lo que se deriva la ardua tarea de capear con los distintos caracteres humanos (1.6). De igual modo que ha de evitarse decir o escribir a alguien en una carta “no tengo tiempo” (1.12). ¡Quién no ha tenido que soportar alguna vez esta sandez de excusa!

Primordial es el principio por el que se insta a ser libre y a mirar los asuntos como ciudadano y como mortal (4.3). Consecuentemente, además de especialmente dedicado a quienes se empeñan en que el común de las gentes actúa de acuerdo a un plan siniestro que les obliga a consumir todo aquello que no desean, Marco Aurelio recuerda que no hay ladrón del albedrío (11.36).

Philosopher with an open book, de Salomon Konick
En muchas de las reflexiones subyace cierto pesimismo (o bien mirado, realismo) por la degradación natural de los elementos y el progresivo olvido de los contenidos culturales (ejemplos no faltan: 4.33, 4.35, 4,43, 4.44, 4.48, 4.50, 4.51, 7.21, 9.30, 9.32, 9.33, etc.). Son reflexiones sobre la propia naturaleza: la nuestra y la que nos envuelve; a veces diáfana, a veces entre brumas, pero adjunta a nuestro papel en este mundo y a sus senderos. No en vano, imposible es que los ruines dejen de hacer ruindades (5.17).

Igualmente, entre sus lúcidas apreciaciones sobre la madurez, recuerda que la persona de cuarenta años, si tiene una mínima inteligencia, ha visto lo ocurrido y lo que ocurrirá (11.1). Línea a línea, Marco Aurelio subraya aspectos éticos y virtudes morales (Libro VI en adelante), tales como que como “Antonino”, mi ciudad y mi patria es Roma; como hombre, es el universo (6.45). O bien que nadie es tan afortunado que al morir no aparezcan algunos que se alegren del suceso (10.36).

Ciertamente, no cabe mayor objetivismo en el hecho de que a pesar del desprecio de unos con otros, se complacen unos con otros; y a pesar del deseo de sobresalir unos de otros, se inclinan unos ante otros (11.14). Después de todo, Marco Aurelio ostentó el más alto poder de todos. El poder de la observación.

Escrito por Javier C. Aguilera


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