Melancolía, de Lars von Trier

08 febrero, 2016

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Desde que el arte es arte, al menos como lo entendemos en la actualidad, han existido corrientes que han tratado de plasmar su enfoque o su ideología en sus creaciones. Sin embargo, lo cierto es que, simplificando las cosas, podemos hablar de dos movimientos divergentes: la tradicionalista y la rupturista. En la mayoría de las ocasiones, ambas formas de ver el arte se enfrentan, una considerando a la otra como fútil o vacía, o bien creyéndola poco innovadora, alejada de la crítica o de mensajes que inquieten a la audiencia. Sea como fuere, siempre he considerado personalmente que la mejor opción era lograr un camino intermedio, es decir, ser capaces de, sin renunciar a la tradición, lograr una innovación que no estuviera carente de sentido, fuerza, mensaje o rigor. Por supuesto, contraria a esta opinión, hay muchos fanáticos de uno u otro bando.

Esta introducción se relaciona con el director al que nos acercamos, el polémico Lars von Trier, cuya carrera cinematográfica ha destacado por tratar de pertenecer a una corriente poco dada al acomodo, sino, por contra, a remover los cimientos de pensamiento del espectador, en ocasiones adhiriéndose o creando un paradigma (el célebre Dogma 95), o bien rompiéndolo según los proyectos que tuviera en mente, organizados generalmente en forma de trilogías. 

Hay ciertos esquemas habituales en el director danés, como una duración amplia o, quizás, exhaustiva, la influencia del teatro o el tratamiento de fuertes conflictos sociales y personales. Su capacidad dramática queda demostrada en obras tan rasgadas como Bailar en la oscuridad (2000) o Rompiendo las olas (1996), que forman parte de su trilogía Corazón dorado, aunque hoy nos centraremos en una de las películas que conforman su Trilogía de la depresión, a la que se suman las polémicas Anticristo (2009) y Nymphomaniac (2013); todas ellas, por cierto, tratando algún género cinematográfico concreto, generalmente alterando sus paradigmas: desde el musical, hasta las películas de terror o la pornografía.


Melancolía (Melancholia, 2011) es una pieza que aborda temas propios de las películas de desastres o de la ciencia ficción: un enorme planeta viaja en el espacio y se acerca peligrosamente a la Tierra, colisionando finalmente con ella y destruyéndola. Sin embargo, no se trata aquí de ver, como en otras ocasiones, las formas de impedirlo, la superación de los problemas o incluso a grandes héroes tratando de huir de la catástrofe, sino de observar las reacciones que este hecho causa en personajes corrientes, adentrarse en la psique humana que espera la destrucción. En efecto, hay en el fondo de esta película un gran eco de reflexiones trascendentales sobre lo que supone nuestra especie y, especialmente, su mortalidad y su vida, tan breve en tiempos espaciales. Pero no se aborda esa trascendencia, no hay juegos pomposos ni se trata de ofrecer un discurso ni de esperanza ni de desesperación: solo mostrar nuestra fragilidad y nuestra fortaleza.

La grandilocuencia la reserva Von Trier para la estética de la película, como podemos observar con el montaje a cámara lenta de imágenes oníricas, potenciadas con el preludio de Tristán & Isolda de Wagner inundando la escena, que da inicio a la obra. En estas imágenes metafóricas se trata de sintetizar todo lo que el espectador va a contemplar, incluso desvelando el misterio sobre el destino de la Tierra desde el principio. Tras ello, el montaje se divide en dos partes, tituladas a partir de los nombres de las dos hermanas protagonistas: la primera, Justine (Kirsten Dunst), centrada en su boda y en mostrar a un personaje embargado en una especie de peculiar carácter melancólico, la segunda, Claire (Charlotte Gainsbourg), nos mostrará la trama centrada en el descubrimiento del planeta Melancolía y su acercamiento a la Tierra.


La primera parte de la película es, sin duda, la menos interesante. Versa sobre la desdichada y catastrófica boda de Justine, con un estilo visual ágil, incluyendo elipsis, cambios de situación, preferencia por la cámara en mano o la sensación de cierto descontrol temporal. Sin embargo, su contenido argumental es pesado, se trata de enfocar a un personaje que actúa ajeno a lo que sucede a su alrededor, a pesar de ser la protagonista, embargada de esa melancolía.

A partir de esta primera ruptura, se trata de romper con las estructuras convencionales. En primer lugar, la familia se muestra fragmentada y puesta en evidencia por sus miembros, ni siquiera la aparente complicidad entre el padre, Dexter (John Hurt), y la hija se satisface, aunque haya cierta concordancia por parte de algunos personajes en evidenciar la locura de la madre, Gaby (Charlotte Rampling), y Justine. En segundo lugar, el rito convencional del convite matrimonial, engalanado aquí con toda la opulencia posible, se ve interrumpido continuamente, para disgusto de Claire, que se había encargado de organizarlo todo.


Por último, cabe destacar la ruptura que ejerce Justine sobre toda su vida anterior hasta ese momento por su melancólica y desinhibida personalidad: acaba con su matrimonio el mismo día que empieza, además cometiendo adulterio, provoca su despido y permite el desastre en el convite y en su familia sin hacer nada. En definitiva, todas las falsas apariencias desaparecen. No obstante, parece haber una razón para que Justine se comporte así, como se vislumbra en su inquietante observación al cielo, como si intuyera el final del mundo, subrayando además tal poder sobrenatural precisamente con la única conexión entre esta primera parte y la segunda, un hecho trivial como el número de alubias que contenía una botella durante la boda.

No se deja de tener la sensación de que Von Trier resulta excesivo. A lo largo de esta primera parte, remueve al espectador, hace que trate de buscar una explicación a lo que está viendo, incluso podemos teorizar y argumentar sobre lo que hemos visto, con mayor o menor acierto, pero al final se puede concluir que se excede en todo lo que trataba de plasmar en esta primera parte, remarcando continuamente el comportamiento de Justine y su colisión con la vida que llevaba y con la que se esperaba que llevara a partir de ahora. En conclusión, la parte más vacía de la película debido a su expresa languidez, sin tensión ni interés narrativo.


La segunda parte seguramente sea más significativa, dejando atrás el melodrama inicial por una unión más trascendental entre la belleza de la amenaza mortal y el fin de la humanidad, lo que acaba por representarse en los personajes en pantalla, con un plantel más reducido que al principio: las dos hermanas, Justine y Claire, junto al marido, John (Kiefer Sutherland) y al hijo, Leo (Cameron Spurr) de la segunda. En ellos se resume los sentimientos y las resoluciones posibles, al menos las más importantes, ante el acontecimiento que sobreviene y que supone el final de la película.

Un relato más centrado, que parte de la depresión de Justine y el cuidadoso trato de su hermana para que se recupere y se invierte al mostrar que tal estado es, en realidad, una catarsis conseguida gracias a la certeza que le proporciona Melancolía. La actitud de Justine en esta segunda parte formará una verdad inalterable frente a la inestable y frágil defensa de Claire ante un final absoluto, provocando así la inversión de papeles entre ambas hermanas. Justine, en cierta forma, pertenece y está seducida por Melancolía, mientras que Claire está más unida a la Tierra y, por tanto, a lo que somos los humanos. Ella mostrará la desesperación por el final, la futilidad de nuestras costumbres y nuestra incapacidad para desprendernos de todo.


En el marido de Claire, John, observaremos una última ruptura: la convicción en la ciencia. El sustento religioso y las convenciones sociales habían sido liquidadas en la primera parte, pero el poder de la objetividad y la verdad científica permanecían intactas y defendidas de forma reiterada por este personaje (Los verdaderos científicos no dicen que vaya a chocar contra la Tierra. Los profetas del desastre dicen cualquier cosa para llamar la atención, pero todos los científicos de verdad están de acuerdo en que no chocará). El poder de los datos llega a tranquilizar a Claire, pero cuando se confirman las teorías tachadas de paranoicas o conspiratorias, entonces surge la crisis del personaje, con un cambio de actitud evidente, llevándole ante un panorama distinto al esperado y, por tanto, a una resolución definitiva y desesperada, pero también egoísta para el resto.

Frente a la elipsis de John, Von Trier ensalza y persigue el dramatismo de Claire, que sufre una revolución interna al confirmar sus sospechas y que trata de huir, aunque algo no se lo permita (de todas formas, otra ruptura más: no hay salvación posible en la huida, porque no hay lugar a donde huir). Sin embargo, como ya mencionábamos, Justine permanece con entereza ante esta nueva situación, quizás porque ella ya lo sabía y había pasado por esas fases, convirtiéndose finalmente en una especie de profeta de Melancolía.


Debemos destacar, por otra parte, las decisiones en el campo técnico. La fotografía de Manuel Alberto Claro es preciosista, de caracteres oníricos, especialmente poderosa en su juego de luces durante la segunda parte. La primera parte de la película recuerda al estilo visual de las obras anteriores de Von Trier, como en Rompiendo las olas, pero menos radical. El uso musical de Wagner otorga potencia a la imagen, aunque pueda resultar ocasionalmente excesivo.

En el campo del reparto, se ha alabado de forma general la actuación de Kirsten Dunst, pero prefiero destacar la de Charlotte Gainsbourg, por considerarla más cercana a cierto atisbo de humanidad. Sin duda, Dunst se asemeja más al tipo de rol habitual de las protagonistas femeninas de Von Trier, lo que, por otra parte, es señal de cierto carácter artificioso para el espectador. El resto de personajes soportan sus roles, escasos en su mayoría y con pocos detalles a destacar. Sin duda, Dunst y Gainsbourg soportan realmente todo el peso actoral de la película. 


Se ha defendido mucho la novedad de la obra y su ruptura al mostrar desde el principio el final, restando intriga y centrando la atención en lo humano, algo posiblemente nuevo en cine, pero no en literatura, como podemos recordar por Crónica de una muerte anunciada (García Márquez, 1981). Pero es cierto que la película va más allá, dado que propone el fin de todo lo que conocemos, sin salvación posible. Existe aquí una tragedia que trasciende el ente personal e influye en la colectividad: el vacío, la nada, la inexistencia se hace presente. Una cuestión que se revela desde el principio, con los planos espaciales del prólogo, y que toman toda su fuerza en la desesperación final de Claire, aunque hasta entonces hayamos estado en un tira y afloja argumental ligado a romper esquemas occidentales (si acaso la destrucción de todo no suponía suficiente ruptura con el horizonte de expectativas de cualquier película de desastres).

Cuando he tenido la posibilidad de acercarme a la literatura de Borges, he comprobado con asombro cómo a partir de ideas argumentales simples, creaba un texto expansivo, intrincado, repleto en ocasiones de referencias, a veces vacías, pero geniales, y todo ello para acabar con la sensación de que se había puesto mucho para adornar algo definitivamente más sencillo. Con ello, no pretendo restar valor al escritor argentino, como tampoco se lo quito a Von Trier, aunque al final este tipo de lectura o de visionado pueda acarrear una decepción evidente: descubierta cierta interpretación, los adornos resultan superfluos, a pesar de que lo interpretado pueda resultar brillante y dé señales de cierta genialidad del creador. Al final, lo más interesante es que la obra nos lleve a reflexionar, y lo peor es que seamos capaces de encontrar su vacío.


Allá donde la seguridad de la ciencia o las creencias no llegan, Lars von Trier toma prestado un recurso ancestral para conferir un final dulce al personaje inocente de la película, Leo, el hijo de Claire, la última forma de las cuatro mostradas para percibir este peculiar apocalipsis. A través de un cuento fantástico, le promete la supervivencia, a pesar de que todos son conscientes del final definitivo. Y en ese cuento, en esa promesa fantástica de seguridad, se cierra la película con la devastación, la comprobación de nuestra fragilidad, aunque la fantasía permanezca en la mente del personaje y, ¿quién sabe?, en la del espectador.

Escrito por Luis J. del Castillo




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