Uno, dos, tres, de Billy Wilder

15 diciembre, 2015

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Mil novecientos sesenta y uno fue el año del infausto Muro. Pero como consecuencia de este nefando acontecimiento, por suerte también lo fue de Uno, dos, tres (One, two, three, United Artist, 1961), la sátira que de aquel y otros muchos climas por llegar, escribió, produjo y dirigió Billy Wilder (1906-2002); como era su costumbre, con el concurso de su amigo, el guionista I.A.L. Diamond (1920-1988).

Era el peor de los tiempos políticos, pero aún pervivía el mejor de los tiempos cinematográficos, mezcla del ímpetu cualitativo de la época “clásica” con el espíritu testimonial -lo que no conlleva necesariamente una demolición- de los tiempos más recientes. Como recuerda C. R. MacNamara (un vitalista e inolvidable James Cagney), jefe de la planta de Coca-Cola en el Berlín occidental, durante su descripción de ese clima político, fue el momento de las grandes giras -terrestres- de Benny Goodman (1909-1986) y -extraterrestres- de Yuri Gagarin (1934-1968).

Uno, dos tres es una parodia que se sostiene sobre los cimientos, muy reales, de la llamada “Guerra Fría”, producto del choque y la competitividad de dos culturas; o más atinadamente, del enfrentamiento entre dos conceptos auto-excluyentes de la política. Tan moderna resulta esta, que no es difícil extrapolar acontecimientos y actitudes a nuestro gastado presente. Por ejemplo, los planos que muestran el poder de la propaganda en forma de robóticos desfiles, con aditamento en forma de globos, en tanto que en el otro lado, “todas las bendiciones de la democracia” se desparraman; las menos malas y alguna de las malas.

Los acerados diálogos de Wilder y Diamond encuentran un nutrido sustrato en aquella -esta- (des)humanizada realidad, deslizándose entre las líneas de una bullanguera narración. Sirvan como ejemplo las figuras del secretario de MacNamara, Schlemmer (Hanns Lothar), que con respecto a los trágicos acontecimientos acaecidos durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), trata de justificarse asegurando que “nadie me contó nunca nada”; y de forma más desprejuiciada, la de su exuberante secretaria, Ingeborg (Lilo Pulver), luminoso objeto de deseo tras el Telón de Acero. El sentido del humor incluso alcanza a los nombres de la familia Hazeltine (la del jefe de nuestro protagonista): Scarlett, Melania…


MacNamara es un hombre pragmático, deseoso de regresar a Londres o a su país de origen, los EEUU. Es una persona “de acción”, con un enérgico caudal de determinación e ingenio. Elementos que se pondrán a prueba cuando tenga que ejercer de inesperado padrino de bodas entre un joven comunista de la zona oriental, Otto Piffol (Horst Buchholz), y la hija de su jefe, dejada a su custodia, Scarlett Hazeltine (Pamela Tiffin). O, en fin, cuando se enfrenta al surrealista humor de los delegados soviéticos.

En cuanto a la joven Scarlett, tras su salida de Atlanta, arriba al inquieto Berlín procedente de un singular tour europeo, y es el epítome de una juventud tan impulsiva y alocada como portadora de unos sentimientos puros. La chica defiende el objeto de su amor, no sin imprimirle, finalmente, cierto carácter de acomodada moderación. Como mordaz puente tendido entre ambas cosmovisiones, destacan las distintas tentativas de MacNamara para poder ponerse en contacto con ese “otro lado”; medidas, a su vez, burladas por las continuas visitas a la zona comunista por parte de la cándida Scarlett (con los favores de un chofer debidamente “untado”: Karl Lieffen).


Trabado conocimiento de la situación, MacNamara pone en marcha rápidamente todo su arsenal de audacia e inventiva, haciendo frente a un sin fin de prejuiciadas diatribas anti-todo por parte del idealista consorte, que por sí mismo, desenmascara la farsa de los habitualmente tempranos extremismos ideológicos, por medio de diversos reduccionismos y tópicos. Y aunque la libertad siempre tiene un precio, el joven descubrirá cómo los populismos se dirigen más al sentimiento que al arduo ejercicio de la razón, o cómo el terror es consecuencia del abuso, y no un factor ajeno a este.

Como significativa aportación realista por medio de la imagen, junto al brutal contraste de escenarios entre una zona y otra, Wilder sitúa la reunión de MacNamara con los delegados soviéticos en un hotel tristón y desangelado, reducto de una época que pretende perpetuarse, en el cual se procede a un intercambio, como en cualquier relato de espionaje que se precie. Solo que en lugar de un microfilm con información, la pareja de guionistas se divierte con el trueque de la encantadora secretaria.

A partir de ahí y sin perder un segundo, se debe hacer pasar a Piffol por todo un caballero sureño, por amor a la conservación del empleo y al amor mismo entre los contrayentes, con lo que da comienzo una vertiginosa puesta en escena visual y verbal, ya que los padres de Scarlett están a punto de llegar a la ciudad. Como ejemplo, la oficina del directivo queda convertida en unos grandes almacenes en cuestión de minutos, reflejo de esa carrera frenética, que también ha de sortear los obstáculos de las idiosincrasias europea y norteamericana.

Uno, dos, tres condimentó su lúcido argumento con una banda sonora repleta de adaptaciones de temas clásicos a cargo de André Previn (1929), además de con la fotografía de Daniel L. Fapp (1904-1986) y los decorados del insustituible Alexander Trauner (1906-1993), que proporciona unos tan inmensos escenarios a sus perdidos personajes -el reverso irónico de lo mostrado un año antes en El apartamento (The Apartment)-, que es necesario alzar la voz para hacerse entender; a veces, con acompañamiento de protocolarios taconazos, jocosa herencia del Imperio Austrohúngaro más berlanguiano.

En Uno, dos, tres sobresale el agudo y sincero trazado de caracteres, el retrato de unas personas que sobrevuelan sus estereotipos y roles para embarcarse en un viaje con escala en los distintos ensueños, delirios y anhelos que ofrece la vida. Un viaje cuyo destino es perseguir la tan escurridiza libertad. No en vano, los personajes creados por Diamond y Wilder siempre existen por encima de sus circunstancias.

Escrito por Javier C. Aguilera


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