¡A ponerse series! (XXIV): Penny Dreadful

19 octubre, 2015

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Aunque aún sigue en curso, una producción como Penny Dreadful (título que podríamos traducir como “penique espantoso”, y que hace referencia a una antigua publicación británica de ficción con temas escabrosos y truculentos; Showtime, 2014-15), puede servirnos para comentar tanto lo mejor como lo peor que ofrece una serie actualmente, pues aunque adscrita al género de terror y misterio, algunas de sus características son extrapolables.

Un extraño mal se cierne sobre la ciudad de Londres. Estamos en el año 1891 cuando una enigmática joven que responde al nombre de Vanessa Ives (Eva Green) reclama la ayuda del trotamundos Ethan Chandler (Josh Hartnett), un norteamericano que sobrevive tomando parte en espectáculos que muestran a los londinenses el lado más circense del Salvaje Oeste (un posible guiño a lo que Edison [1847-1931] hizo con Buffalo Bill [1846-1917]). Ambos personajes son “fabuladores” a su modo, por mucho que pertenezcan a ámbitos diferentes, unidos finalmente por el lazo de lo sobrenatural (como elemento oculto de la realidad).

Sin embargo, Vanessa no es ninguna farsante, posee acusadas capacidades de videncia y mediumnidad, y sus aptitudes parecen llevarle más allá de lo “habitual”, como pieza clave de un mundo en el que, al igual que sucediera en los entrañables cócteles de monstruos ofertados por Universal a mediados de la década de los cuarenta, se toman ideas prestadas de aquí y allá, con el fin de desarrollarlas y elaborar un tendido narrativo propio. La idea no está exenta de interés, habida cuenta del sustancial atractivo que siempre han tenido tales propuestas.


De este modo, entran en escena los principales y más reconocibles iconos clásicos -no solo monstruos- de la literatura y el cine de dicho género, proponiendo la serie, más que una relectura, una puesta al día -o noche- de la naturaleza más bipolar de todos ellos (de todos, atención). En este sentido, la renovación propuesta por el guionista norteamericano John Logan (1961) es relativa, y se evidencia más en la forma que en los conceptos.

Pese a todo, los personajes, en su totalidad, presentan otros nexos de unión, aún más fuertes que la mera adscripción a lo heterodoxo, que los emparenta con la esencia vital del ser humano: tanto personas como criaturas “tienen sed” de lo sobrenatural, pues de este conocimiento depende su propia existencia; además de que todos aspiran a su porción de felicidad, aún a riesgo de comprometer esa parte de humanidad que los compone o que pervive en ellos. Pero el polo magnético (y como todo magnetismo, variable) será Vanessa Ives, que se ha asociado con el explorador sir Malcolm Murray (un estupendo Timothy Dalton), el cual trata de recuperar a su hija Mina (Olivia Llellewyn), raptada por fuerzas malignas.

La ambientación se circunscribe a escenarios reconocibles de la época, ya sea debido a la pervivencia de algunos entornos (un club privado), a una labor historicista o al legado proporcionado por el cine o la literatura. Buenos ejemplos son el fumadero de opio que oculta en sus entrañas un peligro aún mayor que el de la droga, la elegante pero “vacía” mansión de sir Malcolm, o las populosas calles de Londres.


Mencionábamos aspectos tanto positivos como negativos. Para comenzar con lo menos grato, empezaré diciendo que -siempre a mi modo de ver- existe un exceso de “pose” en algunos de los personajes, cuyo arquetípico y rígido trazo parece irse suavizando conforma la serie avanza. Un aspecto al que se suman las consabidas secuencias de acción, demasiado entrecortadas y, por lo tanto, visualmente confusas (la equiparación entre velocidad y ritmo parece haberse perpetuado a partir de la década de los ochenta como una maldición).

Pero pese a la impersonal uniformización de las tareas de realización (lo mismo da quien dirija el capitulo, no se aprecian diferencias estilísticas), existe una grata excepción: la secuencia de la visita nocturna al zoológico (episodio III), que retiene la suficiente atmósfera de inquietud.

Por suerte, las instantáneas que remiten a Jack the Ripper, la fotografía azulada y el abuso del montaje entrecortado que se empeña en encorsetar la emoción -todas ellas-, no duran demasiado, y la serie prosigue a buen nivel.


La primera temporada (en esta fastidiosa división, determinada no por necesidades narrativas, sino de producción y emisión) acapara buenos momentos, como la autopsia al ser vampírico en el primer episodio (en cualquier caso, demasiado apresurada, toda fascinación queda sofocada), con la excelente idea de los jeroglíficos egipcios grabados en su interior; la sesión de espiritismo en casa del arqueólogo y lingüista Ferdinand Lyle (Simon Russell Beale), morceau de bravoure olvidada con demasiada prontitud o de nulas resonancias emocionales en el futuro más inmediato de los personajes; o en fin, las terroríficas apariciones de Mina, la desaparecida hija de sir Malcolm.

Especialmente reseñable es la carta que Vanessa escribe a Mina (y a sí misma), si me permiten la redundancia, especialmente bien escrita, y que revela sus inicios como médium (esto en el notable capítulo V, y a pesar de que Vanessa comente, y muestre, que sale a carta diaria, en una exagerado recurso folletinesco).

Por otro lado, la estampa del Museo Británico como lugar “solo para estudios académicos”, se convierte en pura fachada al albergar en su interior el misterio por un periodo de tiempo. Las imágenes tampoco olvidan mostrar la miseria y el hacinamiento de una ciudad en plena expansión socioeconómica.


Pero las transformaciones no solo se refieren a lo físicamente monstruoso, también afectan a la personalidad de unos personajes convertidos en demiurgos. Por ejemplo, el retrato del anatomista Victor Frankenstein (Harry Treadaway), de carácter anti-social, arrogante y centrado solo en “su verdad”, no es precisamente muy halagüeño. El descubrimiento de que su criatura está viva es un momento emocionante que se contrapone a la revelación de que aquel no es su primer experimento.

Respecto a este último, constituye todo un ensayo en el que los comentarios en off resultan prescindibles, puesto que las diferencias con la segunda resurrección (la primera en ser mostrada) son lo suficientemente explícitas, si bien, el diálogo que se establece a continuación entre criatura y progenitor sí que posee la necesaria fuerza dramática: la creación achaca al creador su actuación y naturaleza hipócrita.

Abundando en este personaje artificial (Rory Kinnear), llamado en un principio Calibán, pero más tarde bautizado a sí mismo con el nombre del poeta John Clare (1793-1864), es de destacar su encuentro y relación con el manager de espectáculos de gran guiñol Vincent Brand (excelente Alun Armstrong); una tesitura que lo convierte en una suerte de fantasma de la ópera.

Por su parte, la transformación de Vanessa será la más compleja, tanto por ser psíquica como física (durante un enfurruñado periodo de cohabitación con el maligno). Y es que su constatación de ese otro mundo, mostrada en buena parte por medio del flashback que abarca el referido capitulo quinto, es traumática y le depara la pérdida de más de un ser querido. Por el contrario, la muerte del mítico caza-vampiros Abraham Van Helsing (mantengamos el anonimato) está desprovista de toda dignidad.


Esta primera temporada presenta a otros personajes, como Dorian Gray (Reeve Carney) y sus orgias de qualité, la prostituta Bronna (Billie Piper), el ayuda de cámara y cocinero Sembene (Danny Sapani), al servicio de sir Malcolm, y un joven y simpático acólito de vampiro, llamado Fenton (Olly Alexander).

De breve pero buena presencia es el hematólogo interpretado por David Warner, que pone sobre aviso a Frankenstein acerca del peligro real que suponen los vampiros (IV). Unos vampiros nada glamurosos, sino de aspecto y carácter animalizado, como seres situados en un estadio intermedio, en el que, sin embargo, si existe lo malo ha de existir lo bueno. Razón por la que Vanessa regresará de forma esporádica a terreno sagrado al término de esta primera tanda de capítulos.

Como curiosidad, durante una pelea clandestina e ilegal entre animales (los que asisten a ella y los que luchan), Chandler hace referencia al mítico pueblo desaparecido de los anasazi, situado en su país de origen, los EEUU (IV). Otras asociaciones poseen una resolución aún más visual pero menos imaginativa, como sucede con el laberinto de los setos (V).

La línea entre humanos y bestias se presenta siempre difusa, aunque no necesariamente exenta de atractivo. Por ejemplo, respecto a Dorian y su magnetismo animal (¡eficacia probada al cien por cien!), este no es óbice para que estemos ante un personaje que atesora, de forma muy humana, innumerables retratos en las paredes de su mansión, como testigos estáticos, no tanto de su depravación, como de su soledad.


Otros aspectos destacan en la segunda temporada. En primer lugar, la renuencia de Vanessa a aceptar cualquier tipo de ayuda por parte de sus compañeros (por ejemplo durante la excursión al parque, temporada II, capitulo I), escindida en una naturaleza dual y cruel, que la forzará a decantarse en uno u otro sentido para poder hallar una salida, no solo para ella, sino también para las personas que le rodean.

Una deriva personal que también se focaliza en el personaje de Victor Frankenstein, ahora menos estereotipado, convertido incluso en feliz Pigmalion. El viaje del doctor a la compasión y la comprensión de aquello que no se palpa (algo muy distinto a la mera credulidad), le confrontará con sus propias palabras: no hay misterio inextricable, yo supero las batallas de la vida; todos se rinden frente a mí.

También advertimos un mayor refinamiento en el tratamiento del paisaje urbano y la figuración, si bien, esta no deja de ser eso, una figuración tan pasiva que ni siquiera se inmuta cuando un carruaje se desboca y alguien está a punto de morir atropellado en plena calle. Circunstancia a la que se agrega el desvaído espectáculo de una sociedad burguesa siempre dispuesta a rellenar los salones a ritmo de vals, pese a no haber cultivado el trato con los anfitriones (debe ser lo que se llama la masa sin rostro, probablemente, otro tipo de monstruo).


Pese a ese distanciamiento vital -o a causa de él- se produce una mayor interacción entre los personajes. Así sucede con Vanessa y John Clare, Vanessa y Victor, este último y su nueva criatura, Lily (de nuevo Billie Piper); esta y Dorian (de forma incipiente), Sembene y Chandler, y por descontado, entre Vanessa y Chandler.

En esta ocasión, la amenaza se perpetúa en forma de unas brujas, seres asociados directamente con el maligno in person, que, como final de temporada, propician el particularísimo descenso a los infiernos de Vanessa (un lugar en el que Gray lleva confortablemente instalado largo tiempo), seguida muy de cerca por Victor, y pese a su victoria pírrica sobre dichas brujas.

Tras la feliz idea de evocar el teatro de grand gignol (a pesar de la disparidad cronológica con la ficción: el teatro se inauguró en 1897, el mismo en que vio la luz la novela Drácula de Bram Stoker [1847-1912]), este da paso a la exhibición de un museo de figuras de cera, en el que se recrea e inmortaliza el horror que ha acontecido realmente en la ciudad.

Podemos añadir aquella por la cual John Clare, que en su proceso de “humanización” sigue una senda paralela a la de otros personajes, se interesa por unos enfermos del cólera -y del progreso mal entendido-, que han sido trasladados a unas catacumbas a las afueras de la ciudad. Unos parias apartados del resto de la sociedad atendidos por otro paria. A la semántica de la palabra monstruo se incorporan continuamente nuevas acepciones.

Así mismo, y ya que hicimos mención de la gramática, destaca la incorporación en la trama de una “lengua del diablo”, contemplada como un lenguaje mítico aunque real, plasmado en los rituales de distintas culturas. Se concreta en algunos diálogos y en forma de un mensaje cifrado y segmentado en objetos de diversa índole (II: VI). Todo un enigma lingüístico cuya descodificación y traducción desvelará otra naturaleza desdoblada; esta vez, la del propio mal (II: VIII). De igual modo, rituales ciertamente viscerales evidencian todo un simbolismo de la sangre.


No obstante, entre los aspectos más descompensados de la narración, en esta segunda temporada, Penny Dreadful hace equilibrios continuos entre dos posturas fácilmente antagónicas: tomar en vano el factor sacro, pero a su vez, presentarlo como verdadero (II: IV), en atención, seguramente, a mantener el escepticismo que es preceptivo en estos casos, encaminado a sostener un enfrentamiento del bien contra el mal sin excesivos matices teológicos (lo que como agnóstico siempre me ha llamado mucho la atención). Concepción filosófica algo maniquea en la que el reverso bondadoso (o Dios) solo se esgrime para reprocharle todo lo que de malo ocurre –que para eso está-, mientras que el mal (o lo diabólico) comparece de forma más definida o presencial y, por descontado, más tentadora. En este sentido, el diablo solo se puede manifestar a través de su legión de ángeles caídos en combate, todos ellos a su ciego servicio y, a veces, como en el caso de las brujas, mostrando una apariencia física de andar por casa que no se corresponde con la realidad.

Debo proseguir esta labor de abogado del diablo y señalar otra torpeza narrativa, como es el hecho de que, visto lo visto -y vivido-, sir Malcolm acuda solo a la (por otra parte, estupenda) morada de la bruja, o que la policía que vigila la mansión del trajinado explorador, de repente, brille por su ausencia, cuando el resto del grupo la abandona para, precisamente, acudir al rescate de sir Malcolm (II: IX).

Hasta aquí las lamentaciones, pues aunque uno tiene, a veces, la impresión de estar escuchando a personajes del siglo XXI y no del XIX, no podemos dejar pasar por alto otros buenos momentos, como el nuevo flashback de Vanessa, que refiere su iniciación con la bruja buena Joan Clayton (Patti LuPone; II: III), en su cabaña del páramo (¿de Dartmoor?).


A estos aspectos positivos debemos añadir la incorporación del inspector Bartholomew Rusk (Douglas Hodge; II: V) o la bien traída equiparación de las figuras del museo de cera –que parecen tener vida- con los fetiches de las brujas -que de hecho, la tienen-.

Un museo regentado por una auténtica familia de desaprensivos, en la que es de agradecer la revelación del típico personaje invidente (Tasmin Topolski), como una figura nada al uso (otro tipo de monstruo con un disfraz diferente, el de dechado de bondad; II: IX).

Como guinda del pastel, sobresale el duelo final entre Vanessa, el diablo y su mediadora, madame Kali (Helen McClory; II, X; no obstante, hasta llegar a él, la resolución se ralentiza en exceso con el acoso de los fantasmas familiares de sir Malcolm); sin olvidar otros acertados apuntes como la observación de Sembene de que el pasado nunca se va (II: I), los desvencijados y oxidados instrumentos y receptáculos de Victor Frankenstein, el muy distintivo comportamiento de este frente a su nueva criatura (la tercera), la imagen que emparenta a madame Kali con la sangrienta condesa Bathory (1560-1614), por medio del plano que la muestra en el baño; la doble personalidad de Ethan Chandler hasta la hora de su transformación, Lily y los efectos secundarios de su renacimiento (una vez recobrada la memoria, II: VII), la charla entre Victor y sir Malcolm (II: VIII), diametralmente opuesta a la de su primer encuentro en el club; o el instante en que Gladys (Noni Stapleton), la esposa de sir Malcolm, decide cortar por lo sano, recobrando la cordura momentos antes de morir (¡al menos en este plano!), y constatando cómo la imagen de pesadilla que la acosaba no era real (II: V).


Los misterios se contraponen, todos ocultan los suyos propios y, en principio –si la tercera temporada no lo remedia-, todos se encuentran incapacitados para ayudarse a sí mismos aunque lo deseen (II: VIII).

En definitiva y pese a sus imperfecciones, Penny Dreadful añade a la cuidada atmósfera un guión salpicado de ideas brillantes: un nuevo ejemplo lo encontramos en la necesidad de Chandler de hallar un testigo de su propia transformación, ya que desconoce la imagen de la misma; solo las consecuencias (II: VII).

Ya conocemos todos los delitos y faltas. Ahora solo nos cabe, deseando que la serie no se prolongue ad infinitum, ver cómo van a afrontarlas los atormentados personajes de Penny Dreadful.

Escrito por Javier C. Aguilera 

Próximamente: Cervantes





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