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30 junio, 2015

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Patio del Hospital Real, Granada (fotografía de MB)
El verano se ha hecho patente en este mes de junio, tiempo también de estrés académico. Esto último ha provocado que no hayamos sido tan constantes como habitualmente, pero aún así hemos alcanzado las 15 entradas mensuales y nos hemos mantenido en visitas. En cuanto a los seguidores, sumamos me gustas en Facebook, con 157 totales, y 17 seguidores más en Twitter, con 521 totales. En Blogger nos mantenemos igual.

Un mes partido entre la literatura y el cine. Hemos repasado la poesía de Gracia Morales en su obra La voz en pie y hemos regresado a Gaiman con su novela American Gods. Pero también ha habido espacio para ensayos tan clásicos como El príncipe de Maquiavelo así como recientes, Los grandes placeres, de Scaraffia. En cuanto al cine, hemos tenido adaptaciones, siguiendo nuestra serie del joven mago con Harry Potter y la Orden del Fénix, pero también yéndonos a nuestros clásicos hispanos, con El Cid. No nos olvidamos tampoco del 40º aniversario de Tiburón a la par que damos la bienvenida a los cortometrajes más recientes del equipo de Dupla Takes.

Siguiendo con el agradecimiento a los blogueros que participaron en el trabajo de investigación, hoy quiero añadir a los que faltaron en la lista del mes pasado, que ya han recibido su merecido agradecimiento a través de Twitter. Son los siguientes blogs:
Gracias de nuevo a todos por vuestra indispensable colaboración, una muestra de las bondades que tiene la comunidad bloguera.

Para el próximo mes, seguiremos con más cine y más literatura, pero además estrenaremos nueva sección, que esperamos que os guste ;)

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: De canción en canción, ha vuelto María Rozalén con una nueva canción: Vuelves. Esperamos que os guste.

"Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo"

                  -John Ernst Steinbeck



Para el sábado noche (XLIV): La noche se mueve, de Arthur Penn

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Hay que reconocer que si la carrera cinematográfica de Arthur Penn (1922-2010) resulta algo desigual fue debido a que, en buena parte, esta fue arriesgada. En su filmografía encontramos disparidad de temas, la mayoría sumamente interesantes, caso de El zurdo (The left handed gun, Warner, 1958), La jauría humana (The chase, Columbia, 1966), Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Warner, 1967) o Pequeño gran hombre (Little Big Man, Fox, 1970).

Una circunstancia reprobada por la “política de autor”, que aún seguía en vigor en los setenta y primeros ochenta, y que era ajena a la singularidad específica de cada obra, en favor de unas pautas directrices comunes e intercambiables, esto es, que debían repetirse en cada película, y que constituían las señas de identidad o características de un verdadero autor. Pero rebatiendo esta premisa, por suerte hace tiempo arrinconada, Arthur Penn se nos muestra como un realizador bastante estimable.

Los tiempos de gloria de Harry Moseby (Gene Hackman) parece que quedaron atrás. Pese a que aún se le recuerda, es un retirado jugador de rugby que ahora ejerce como el tradicional detective privado.

En un mundo envuelto por lo chabacano, Harry es un profesional en todo aquello que encara, ya fuera en el deporte o ahora en la investigación. En cierto momento del relato lo contemplamos recreando clásicas jugadas (problemas) de ajedrez. Tiene sobre la mesa una suculenta oferta laboral por parte de un buen amigo, Nick (Kenneth Mars), pero él confiesa que si continua haciendo su trabajo es porque le gusta, no porque se sienta obligado. Y realmente, este le permite entrar en contacto, de alguna manera, con un espacio recóndito y envilecido, pero fascinante, el de la naturaleza del ser humano.

Este es el núcleo léxico-semántico de La noche se mueve (Night moves, Warner, 1975), dirigida con pulso firme por Penn, con la ayuda del aventajado Bruce Surtess (1937-2012) en la fotografía, el interesantísimo Michael Small (1939-2003) en la banda sonora, y de Dede Allen (1923-2010) en la edición, la cual aporta un excelente ritmo a las imágenes.

Como en todo relato policiaco con detective, a la pesquisa en cuestión se agrega otra capa, la de los contratiempos del propio protagonista, dos facetas que se superponen perfectamente por mor de la narración de Alan Sharp (1934-2013). En el caso de Harry, sus cuitas se centran en la infidelidad de su esposa Ellen (Susan Clark) y el hastío que le conduce a ello.


En cuanto al encargo, se trata de dar con el paradero de la desaparecida y díscola hija de una caduca estrella de cine venida a menos, la señora Arlene Grastner (Janet Ward). A su comentario de nunca fui una actriz importante cabría añadir, como el detective tendrá ocasión de comprobar, el hecho de que nunca ha sido una madre importante, raíz del conflicto familiar.

Confidencias que encuentran una agradable prolongación en las charlas que Harry mantiene primero con Paula (Jennifer Warren), la compañera de Tom Iverson (John Crawford), padrastro de la joven desaparecida, Delly (Melanie Griffith); con Ellen, en la que rememora a su padre, y nuevamente con la señora Grastner, ya desde la distancia.

Son instantes que parecen manifestar una doble naturaleza, más apropiada para complementarse (a menudo desearse) que para comprenderse. El caso es que una vez localizada la muchacha, la precoz Delly, un asunto que parece concluido, se complica.


Asunto que participa de la propia tramoya del cine, concretamente, la filmación de una película en la que tiene lugar un accidente. Entre los sospechosos están el mecánico Quentin (James Woods), el productor asociado Joey Ziegler (Edward Binns) o el especialista Marv Ellman (Anthony Costello). Pero muy hábilmente, la trama derivará hacia otra parcela completamente distinta (aunque muy cinematográfica también), que no desvelaremos y que, en cualquier caso, no queda deslindada de la (¿natural?) avaricia humana.

Pero existe otro personaje en la película, la noche misma. Será en su deambular por esta cuando Harry averigüe que Ellen mantiene una relación con un desconocido (Harris Yulin), momento en que, a la sorpresa y el dolor, se suma la delectación por espiar a la pareja, que acaba de salir de un cine. Poco después, Harry comentará a Paula que solo pretendo que note que estoy aquí.

Toda una declaración de intenciones ante a un panorama de relaciones del color del whisky, envuelto por esa oscuridad de la noche, sinónimo, por supuesto, de otro tipo de oscuridades (aún a plena luz del día), como Harry podrá constatar finalmente a través de la trampilla de cristal de una embarcación. El detective define muy bien ambas situaciones, la ajena y la personal, cuando tomando como “excusa” un programa deportivo, asegura que no gana nadie, solo que unos pierden más que otros.


Son personajes en un mundo que tiende a encasillarse cada vez más en estructuras tecnológicas (la propuesta de Nick para que Harry se incorpore a su agencia), sustitutivas de un orden ético, para algunos incluso espiritual, que cada vez parece más lesionado. Razón por la que la posibilidad de abandonar un trabajo acaba pareciendo una resolución más que incierta.

De este modo, desenvolverse entre el resto de seres humanos se asemeja a nadar en la oscuridad, ámbito no exento hasta de una visión distorsionada y espectral bajo el agua. Incluso llegan a equipararse, a modo de analogía, las desapariciones en el mar con las que acontecen en tierra. Y curiosamente, el hallazgo en alta mar se debe a la casualidad, la misma que ha hecho que Harry llegara a descubrir la infidelidad de su esposa.

La noche se mueve es un magnífico trabajo en equipo, de todos los profesionales que tomaron parte en la película, como tantas veces ha sucedido en la historia del cine.

Escrito por Javier C. Aguilera

Clásicos Inolvidables (LXVIII): Luces de bohemia, de Ramón M. del Valle-Inclán

29 junio, 2015

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Entre finales del siglo XIX y principios del XX nos encontramos ante una crisis del pensamiento artístico. Las corrientes positivistas de finales del siglo XIX dejaban paso al pesimismo del siglo XX, que concluiría en la gran desilusión que fueron los dos primeras Guerras Mundiales. En el primer cuarto de siglo, España vivió ajena al enfrentamiento bélico directo, pero ello no dejó de repercutir en la sociedad española, que percibía a su país en un punto de crisis política, social y artística. Algunas corrientes estéticas como el Modernismo ya apuntaban a la falta de utilidad del arte, mientras que el regeneracionismo de la Generación del 98 asentaba las bases de la crítica hacia el Estado. 

Una de estas formas críticas, que partieron de un autor esteticista, fue el esperpento, creado por Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936). Este autor partió del esteticismo del Modernismo que conoció en su viaje a México durante 1892, donde se pondría en contacto con Rubén Darío y con toda la cultura modernista hispanoamericana. Destaca de esta etapa el ciclo de las sonatas, protagonizadas por el marqués de Bradomín: Sonata de otoño (1902), Sonata de estío (1903), Sonata de primavera (1904) y Sonata de invierno (1905), que suponen una elegía a un mundo tradicional y aristocrático, considerado ya en decadencia.

Ramón María del Valle-Inclán
Durante esta etapa, Valle creó una máscara en torno a su escritura y a sí mismo, convirtiéndose así en un personaje más de la sociedad. En este sentido, nuestro autor era consciente de la existencia de una máscara que sirve para ocultar la realidad a través de una elaboración, el arte, que la oculta. Para ello, se puede recurrir a dos procedimientos: idealizar la realidad o caricaturizarla. Durante su primera etapa como modernista, se acercó al primer camino, pero a partir de 1916 se decantó por el segundo, que daría paso a la creación del esperpento, la sátira de la realidad. 

No obstante, Valle-Inclán apenas fue representado, cuestión por la que encontramos en varias de sus obras un carácter más literario que teatral. Debemos tener en cuenta la crítica social que contenían sus obras y que se dirigía a la burguesía, principal consumidor de este tipo de espectáculos. Por ello, y dado que el teatro existe como empresa comercial, pocos se atrevían a incorporar y llevar a escena obras que no fueran a tener éxito, dado que supondría pérdidas. Una presión comercial que también tiene relación con el hecho de que suponía una fuente de ingresos para los escritores, que ganaban muy poco con otro tipo de publicaciones.

La Vie De Bohème, de Alfred Pages
Una situación que también viviría Federico García Lorca, cuyo primer fracaso con El maleficio de la mariposa (1920) le sirvió para tratar de encontrar una vía para acercarse al público sin abandonar la innovación que pretendía. Valle-Inclán, por su parte, ignoró tales pretensiones y llevó a cabo sus esperpentos al menos como publicación literaria. Esta decisión se relaciona con la bohemia, que, como consagración al arte, evita malvenderlo, pues tal acción supondría rendirse al dinero. Pero también se relaciona con las ideas estéticas del autor gallego, diferentes a las de Benavente o a las de Lorca, que pretende mediante la exageración crear un distanciamiento y observar el espectáculo sin crear un vínculo o una identificación con el espectador.

El esperpento se convirtió en el recurso de Valle para mostrar la realidad a través de una imagen deformada de la misma, un modo de ver la vida a través de la literatura, como un espejo cóncavo, tal y como lo define Max Estrella en la escena XII del máximo ejemplo de este género, Luces de bohemia. Esta obra verá la luz en 1920 en la revista España, aunque su versión definitiva se publicará cuatro años más tarde en forma de libro, con algunos cambios con respecto a la versión inicial. El argumento narra un viaje dantesco por Madrid siguiendo los pasos de Max Estrella, trasunto de Alejandro Sawa (1862-1909), con quien comparte varias características, como la ceguera o la esposa francesa, aunque no se trate de una biografía ni de un estudio sobre este autor, sino más bien la recuperación del espíritu bohemio que representaba tanto él como Valle-Inclán.

Alejandro Sawa
Sawa fue un escritor talentoso y bohemio que se dedicó a crear una literatura de carácter anti-burgués dentro de la sociedad de la segundad mita del siglo XIX, generalmente novelas de crítica social sórdidas, como La mujer de todo el mundo (1885) o El crimen legal (1886). Precisamente, se convirtió en el modelo de bohemio a su regreso a España tras permanecer un tiempo en París, donde hizo amistad con poetas como Verlaine o Rubén Darío. No se trata del único personaje real al que podemos encontrar en la obra, puesto que Valle inserta en Luces de bohemia a los personajes que conforman la sociedad madrileña, en ocasiones con nombres alterados, con la finalidad de revelar la realidad a través de la exageración del esperpento.

La estructura del viaje que Valle-Inclán nos ofrece en Luces de bohemia es circular, en tanto que empieza y acaba en el mismo sitio. Estrella va acompañado de don Latino, que, frente al protagonista, representa todo lo negativo del bohemio, a la librería de Zaratrustra para reclamar más dinero por una venta de una obra suya. Sin embargo, este será solo el primer destino de una travesía nocturna a través de las calles madrileñas, de sus cafés, de las redacciones de las revistas, del cementerio (con el entierro de Víctor Hugo en presencia de Darío y del marqués de Bradomín, fusionando ficción y realidad) y hasta de la prisión.

Todo este camino sirve para reflejar diferentes encuentros con todos los estadios de la sociedad, incluyendo comerciantes, borrachos, poetas modernistas, prisioneros, guardias civiles, ministros, prostitutas, mendigos y otros artistas bohemias. Destaca, por ejemplo, el encuentro con el ministro, antiguo amigo suyo de la bohemia, que no duda en malversar fondos para ayudar a la endeble situación financiera de Estrella, o el cruce con una mujer que sostiene a su hijo muero en sus brazos. Toda una serie de circunstancias grotescas que dan cuenta de la realidad nacional y que culminan en el desastre para Estrella, su familia y, finalmente, para don Latino, acechado por las sombras de la codicia.

Esta destrucción con la que concluye Luces de bohemia se distancia del perdón con la que finalizaba otro de sus esperpentos, Divinas palabras (1920). Se ha producido un cambio hacia una mentalidad más vanguardista, que considera que tan solo la destrucción permitirá la creación de algo nuevo. Por ello, el Madrid de la obra representa una España rota y hundida en la miseria, con perfiles rotos o corruptos y donde se incluye a todos: desde el rey hasta el último mendigo. Se eleva así la queja a todo el conjunto de la sociedad, que necesita un cambio, una renovación. 

En medio de esa vorágine, Estrella es un bohemio heroico, es decir, un genio que no tiene suficientes medios para sobrevivir. Por el contrario, don Latino supone la figura de un golfo que se aprovecha de los auténticos bohemios para sacar beneficios; aunque no será el único que lo haga. Este dúo bien podría recordarnos a un Quijote y Sancho Panza parodiados, envueltos en la oscuridad de las calles madrileñas de principios del siglo XX. Incluso compartiendo finales semejantes: ninguno de los dos podían vivir en una sociedad a la que realmente no pertenecían. Precisamente, la sociedad de Luces de bohemia, en cuanto a que se encuentra dentro de un ambiente y un estado corrupto, es culpable del final de Max Estrella. Sin embargo, no se responsabiliza de ninguna muerte, sino que, por el contrario, se autojustifica, como en el caso del niño muerto; esas cosas pasan.

Esta deformación se traslada también al lenguaje y a los recursos que emplea Valle-Inclán. Podemos observar cómo se usan citas o nombres concretos para parodiar e ironizar, puesto que su uso no se corresponde realmente con el suceso real al que acompaña.

Dandy / mono, de Francisco de Goya (1797)
También se entremezcla la lengua de los barrios madrileños con la jerga habitual de determinados círculos sociales, como el de la bohemia, y que podrían dificultar la comprensión de algunos fragmentos desde una lectura actual. Por ejemplo, estar afónico hace referencia a estar sin dinero, mientras que se está empalmando significaba que se estaba preparando para luchar, refiriéndose a la navaja que se abría. Valle introduce palabras coloquiales, acortamientos o motes junto a palabras muy cultas, creando un lenguaje vivo, pero deformado; un recurso coherente con la imagen deformada que quiere transmitir en Luces de bohemia.

Esta obra se erige así como una sátira contra la situación española que funciona como crítica social y política ante una situación de gran pobreza, donde lo patriótico, el prestigio y el honor son duramente criticados en tanto que se sustenta en un país en crisis, que mira a otro lado ante la tragedia y que permite que sus ciudadanos malvivan entre las calles de sus ciudades. Una lectura que se aprecia mejor cuando conocemos las referencias en las que se escuda Valle y la situación que se vivía en esa España aparentemente lejana, pero en la que podemos encontrar el reflejo de nuestras miserias.

Escrito por Luis J. del Castillo


Los grandes placeres, de Giuseppe Scaraffia

28 junio, 2015

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La vida puede llegar a ser un viaje iniciático tan fascinador como traumático, dependiendo del carácter de cada uno y también de otros factores igual de inaprensibles, como el lugar de nacimiento, la época o la buena o mala fortuna. Un poco de todo ello encontramos en los escuetos pero bienvenidos artículos-cápsula de Los grandes placeres (I piaceri dei grandi, 2012; Periférica, 2015), del escritor turinés Giuseppe Scaraffia (1950).

Por medio de anécdotas enlazadas e impresiones personales, el autor va entretejiendo un panorama en el que el protagonista es el artista ante el proceso de la vida. Escritores, pintores, personalidades del mundo del espectáculo, que bien optan por lanzarse de cabeza a la aventura de la existencia o, por el contrario, prefieren alejarse del mundanal ruido.

El hecho es que, en base a esas predisposiciones, circunstancias y personalidad, cada uno de nosotros dedicamos buena parte de nuestras energías a escapar del vacío (un vacío que cada cual puede llenar con los calificativos que crea más convenientes). Y aquí es donde entra en juego, además, el valor de la imaginación. Ya sea para comprender el mundo presente como para crear otros alternativos en los que poder ser, el artista no se ha visto precisamente privado de imaginación.

Podemos sentir o insensibilizarnos por medio de todo tipo de placeres: peligrosos, lúcidos, surrealistas, mundanos, ocultos o solo recoletos… De todos ellos, la importancia del momento o de un objeto fijado en el tiempo puede formar parte del arte de vivir. Forman la otra historia del arte, y con bastante frecuencia de la literatura, pues grande es el número de escritores que se confiesan en las páginas de este libro ecléctico. Una historia de lo íntimo que muestra el aspecto más humano –con todo lo que ello conlleva- de sus protagonistas.

Giuseppe Scaraffia
Por ejemplo, con respecto a los degustadores de los llamados libros de viejo (Bouquinistes, en las orillas del Sena), u otras aficiones como la de escribir una postal, o paladear el intervalo espacio-temporal que ofrece una travesía en crucero, en la cual no habría sido sorprendente toparse con Balzac (1799-1850), en eterna huida de sus acreedores (Deudas).

Divertida es también la definición de Jonathan Swift (1667-1745) sobre sus tres tipos de médicos favoritos (Dieta), como tierna es la relación de muchos personajes con los gatos, destacando en este aspecto la opinión del filósofo e historiador Hippolyte Taine (1828-1893) (Gato).

Soledades a las que se agregan otras galerías, como esa tierra fronteriza que constituye un jardín, espacio físico que proporciona solaz psíquico; o la estancia en un hotel, lugar jungiano de causalidad y destino. Apartado en el que debía haberse incluido a nuestro Julio Camba (1882-1962), aunque justo es reconocer que, si bien la gran asignatura pendiente de escritores, ensayistas y profesores de universidad extranjeros sigue siendo la literatura española, Scaraffia sí que incluye alguna que otra grata sorpresa, más allá de Picasso (1881-1973).

En el apartado de la elegancia destacan las estupendas descripciones acerca de la distinción de William Powell (1892-1984), Fred Astaire (1899-1987) o Cocteau (1889-1963), que llegan a tiempo de zambullirnos en el proceloso oleaje de los objetos, entre los que sobresalen muñecas, bicicletas, motos, ositos de peluche e incluso los llamativos y ancestrales tatuajes, fetiches arrullados por las encantadoras metáforas de un manantial…

Gabriele D'Annuzio y Colette, dos de los personajes más citados
Toda una gama que cubre ámbitos tan variados como el del sometimiento al café, las drogas o el alcohol, a veces un mero coqueteo, a veces un entente más que cordial; las actitudes de la vida frente al chocolate, la condena que supone una soledad no deseada, el egocentrismo, o ¡la lucidez que proporciona la calvicie!

Compartimentos no tan estancos para paladear sin prisas, al margen de la longitud del texto (huyan de todo aquel que les asegure que tal libro se lee, nada, en dos horas…; la extensión de cada obra depende de la duración que uno le quiera dar); aunque, en este caso, sí resulta conveniente poseer cierto poso cultural para poder degustar todos los personajes y acontecimientos que se nos presentan, algunas veces sobreentendidos.

El contenido puntualiza las reflexiones de un personaje en un determinado momento del devenir cíclico de la existencia, a la que siempre es provechoso avituallar con un poco de esa chispa imaginativa.

El enigma de Deseo, por Dalí, 1929
También llama la atención el curioso pacto de tolerancia de algunas parejas abocadas a la infidelidad, casi tanto como la destemplada aversión “al agua y el jabón”, o en fin, por la fatal atracción al abismo del suicidio…

Por otra parte, obligado es recordar mentalmente (o con la ayuda de Google) la fisonomía de muchos de los artistas citados en el apartado dedicado a la nariz, aunque, sin duda, una de las mejores anécdotas la encontramos en la “triple conjunción” del vaticinio a D’Annunzio (1863-1938) ¡por parte de tres pitonisas diferentes! (Quiromántico).

¿Casualidades de la vida? Repleta de meditaciones y agudezas, Los grandes placeres entretiene de forma sincrética pero sin perder puntada, devolviéndonos, siquiera por unos instantes, el sabor de lo anecdótico y lo cotidiano, de la felicidad o tristeza del momento. Y lo hace a lomos de todos aquellos que han sentido y deseado antes que nosotros. Como una lámpara maravillosa que entiende la vida a modo de un continuo desear, convertida en una fuente de experimentación casi inagotable.

Escrito por Javier C. Aguilera

Tiburón, de Steven Spielberg

26 junio, 2015

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Incluso hoy el ser humano sigue padeciendo agresiones sin causa aparente por parte de esa otra naturaleza que llamamos “irracional”. Hace escasos días nos sorprendía la desagradable noticia del ataque de un escualo a dos jóvenes bañistas en una playa de Carolina del Norte.

El mal se muestra tan aleatorio en este ámbito como en todo lo demás, y tan subjetivo como la cámara que revela el “punto de vista” del animal, una de las señas de identidad más características y recordadas de la película Tiburón (Jaws, Universal, 1975), si bien su realizador, Steven Spielberg (1946), tuvo el acierto de no abusar de este recurso visual.

Empeño personal de los productores Richard D. Zanuck (1934-2012) y David Brown (1916-2010), en base a la efectiva novela de Peter Benchley (1940-2006), Tiburón (Jaws, 1973; Biblioteca de Grandes Éxitos Orbis, 1984), la traslación cinematográfica fue escrita por Carl Gottlieb (1938), que también aparece como actor, el no acreditado Howard Sackler (1929-1982) y el propio Benchley, más alguna que otra aportación del también realizador John Milius (1944).

Aún continúa siendo impactante el efecto del ataque en la primera víctima, la joven Chrissie (Susan Backlinie). Una arremetida que no se muestra “de cuerpo entero”, sino por medio de los bruscos desplazamientos en el agua de la muchacha, hasta que el regreso “a la normalidad” del plano general nos devuelve a un espacio tan calmado como inquietante. Posteriormente, el pesquero Orca sufrirá unas sacudidas muy similares. Otra cotidianidad que también se quebrará será la rutina del jefe de policía de la comunidad de Amity Island, Martin Brody (Roy Scheider), como atestigua el plano en que, estando en la cocina de su casa, atiende la llamada de teléfono de su oficina que le pone al corriente del asunto.

Steven Spielberg
Spielberg potencia con habilidad y fortuna este aspecto de la existencia “invisible” de la amenaza, con ciertos efectos “colaterales” que delatan la presencia del monstruo. Así sucede con el perro que corretea por la playa y del que no volvemos a tener noticia, con los barriles que la criatura lleva sujetos al lomo y que tanto emergen como se sumergen, o durante el momento en que los restos del embarcadero que ha sido arrancado de cuajo retornan a la orilla, ante la atónita mirada de los dos pescadores que se encontraban sobre él minutos antes.

Un suspense bien dosificado que también se sostiene gracias a la conocida composición de John Williams (1932; aunque no me refiero únicamente al tema principal), la fotografía de Bill Buttler (1921) y el montaje de Verna Fields (1918-1982), responsable además de otras notables labores de edición como El Cid (Ídem, Anthony Mann, 1961) o El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1967), obras que recientemente tuvimos ocasión de comentar. Su labor en la presente película fue recompensada con un merecido Oscar.


Nos referíamos al tiburón como a un monstruo clásico y, ciertamente, este es la consecuencia y puesta al día de los legendarios iconos surgidos de los más recónditos lugares de la Universal, y otros estudios de más escuálido presupuesto. La similitud con la ballena de Melville (1819-1891) también resulta evidente, sobre todo a lo largo de la segunda parte del relato, sin menoscabo de una personalidad bien definida en cuanto al producto final.

Un homenaje y puesta a punto que incluye el juego con las perspectivas y el tamaño, como sucede con la jaula que se introduce en el agua, de distintas escalas según hubiera de interactuar junto a un tiburón real o ante la creación elaborada por el especialista Robert Mettey (1910-1993), responsable, a su vez, del inolvidable calamar gigante de 20.000 leguas de viaje submarino (20.000 leagues under the sea, Richard Fleischer, 1954).

El caso es que la localidad de Amity, situada en la costa este del país, está a punto de celebrar su regata anual número cincuenta, disponiéndose a inaugurar la nueva temporada de verano de la que buena parte del pueblo se nutre el resto del año, junto con la pesca. Brody no es un “isleño”, sino que procede de la dura Nueva York, y este es su primer verano en Amity. Es interesante el dato porque el policía no se siente del todo en su ambiente, aunque aspiraba a salir de la Gran Manzana porque allí hasta la inseguridad resultaba exagerada, en tanto que en Amity un hombre sí es capaz de cambiar las cosas (pese a su aversión al agua). Incluso, en cierto momento, le veremos disparar con su revolver sobre el animal como si lo hiciera sobre un criminal, solo que el escenario no son las calles de Nueva York sino el inmenso mar.


Pero Brody comprobará que la mezquindad se agazapa allá donde vaya el ser humano, como le demuestra el funcionario que, según las circunstancias, rectifica su diagnóstico de la primera víctima; o la actitud, entre interesada y acobardada, del alcalde, un sujeto con su propio léxico de corrección política (interpretado por el estupendo Murray Hamilton).

Tomando la determinación de hacer frente a sus miedos y al incidente, el jefe de policía acometerá una primera investigación en compañía de Matt Hooper (Richard Dreyfuss), del Instituto Oceanográfico, explorando ese mundo desconocido, envuelto en la niebla nocturna, que es el mar. Un ámbito que semeja el estar de repente en otro planeta, impresión que en parte es cierta y a la que contribuyen los focos de luz amarillenta que se proyectan sobre el agua. La exploración tendrá como resultado el hallazgo de la lancha semi sumergida de un pescador local.

En este sentido, resulta muy atinado contemplar a Brody sobresaltándose con las chiquilladas que acontecen en la playa, en una secuencia en la que Spielberg aplica la gramática hitchcockiana. La posterior reunión en el ayuntamiento también se asemeja a la de los lugareños que se refugian en un café en Los pájaros (The birds, Alfred Hitchcock, 1963), como tendremos ocasión de recordar en fecha no muy lejana.


Brody recibe la ayuda de Hooper, y finalmente la del rudo pescador Quint (Robert Shaw), interesante personaje, sobre todo por presentarse como un profesional no exento de vanidad y codicia. Cuando el grupo comienza a estar en serias dificultades, Quint no pide por radio un barco más grande, como le aconseja el policía; por el contrario, terminará por destrozar el aparato.

La convivencia de los tres personajes en un espacio cerrado proporciona la conocida escena de las “heridas de guerra”, que dan paso al espeluznante relato de Quint sobre su odisea en alta mar, al término de la Segunda Guerra Mundial (parlamento donde parece que se concentran las aportaciones de Sackler y Milius). Una crónica en la tradición de los relatos de horror marino de Conan Doyle (1859-1930) y W. H. Hodgson (1877-1918), autor que algún día espero poder traer a este blog.

Pero particularmente, hay otra escena que me gusta, aquella en que Brody es espetado por la madre del chico que ha muerto en la playa (Lee Fierro). Aunque el policía no es el principal responsable de lo sucedido, al menos es un momento crudo que nos recuerda a las víctimas, tan fácilmente olvidadas en las ficciones (y muchas realidades). “Todo cuanto haga ahora será en vano”, le dice la madre, “mi hijo ya no existe”.


En Tiburón, como casi en toda película de Spielberg, también está muy presente el mundo de la infancia. De igual modo, también es destacable el decorado, probablemente real, de la guarida de Quint, marinero de la vieja escuela, con el sexto sentido que proporciona la veteranía. Un sentido que se verá puesto a prueba ante la naturaleza “formidable” del antagonista. Quint reconoce que no sabe qué pensar de él, aunque comprueba su inesperada astucia.

Es este un aspecto aterrador, tanto como los ataques mismos, porque forma parte de una atmósfera ominosa, la proporcionada por la inmensidad del mar, constreñida a su vez por el espacio reducido del barco del marino, llamado Orca. En otra ocasión, y contemplando el avanzado equipo de Hooper, Quint le pregunta a este si es una especie de astronauta. Lo ratifica el dispositivo de seguimiento que el oceanógrafo aplica a uno de los barriles que se adherirán al tiburón. Y si recordamos los movimientos espasmódicos de Chrissie y los vaivenes del pesquero, realmente somos testigos de una lucha contra las fuerzas de lo desconocido; unas fuerzas bastante físicas. Las ejemplifica, además, la sobrecogedora secuencia en la que Hooper se encuentra aislado en el interior de la jaula “anti-tiburones”.


Spielberg emplea el travelling siempre que puede en lugar de fraccionar el plano, de tal modo que logra imágenes elegantes, de una cercanía y sosiego que se confrontará con la amenaza que se manifiesta a continuación. Hasta los “falsos sustos” (la aleta de plástico de unos chiquillos) se ven oportunamente privados del acompañamiento musical, denotando su “normalidad”.

Escrito por Javier C. Aguilera

Un amor entre dos mundos, de Juan Diego Solanas

25 junio, 2015

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Imaginemos un mundo unido a otro en una órbita alrededor de los mismos astros, con sus propias gravedades y normas físicas, imaginemos que entre esas normas exista la condena de que la materia de un mundo se quemará en contacto con la materia del otro, imaginemos que el mundo superior es superior gracias al avance científico, el poder económico y la opresión hacia el mundo inferior, imaginemos que dos personas de estos dos mundos unidos, pero separados, se enamoran. Esta es la idea de la que parte Un amor entre dos mundos (Upside Down, 2012). El argentino Juan Diego Solanas fue el encargado de escribir, junto a Santiago Amigorena, y dirigir esta coproducción franco-canadiense.


Una obra que nos propone un nuevo mundo, un terreno de juego donde explorar y que resulta, sin lugar a dudas, atractivo: un bonito y barroco envoltorio de ciencia ficción, con tintes de crítica social (pobres contra ricos, Primer Mundo - Tercer Mundo) y unas leyes físicas marcadas. Pero la película, como se señala en el título traducido con que llegó a España, se desvía hacia una historia romántica entre los protagonistas: un chico huérfano y pobre del mundo inferior y una joven bella y alegre del mundo superior. La propuesta podría haberse desviado hacia terrenos clásicos, como la imposibilidad del amor por pertenecer a mundos tan distintos o una historia de superación a través de las trabas que supone vivir en mundos de gravedad distinta. Sin embargo, finalmente la acción de la película transcurre a través de un giro argumental donde entra en juego la elipsis temporal y un problema de amnesia.

A partir de este punto, podemos suponer que estaremos ante una reconquista de ese amor perdido en la adolescencia y nunca olvidado de nuestro protagonista, Adam (un poco convincente Jim Surgess), que se vende a la temible empresa que parece controlar los designios del mundo inferior a cambio de poder acercarse mediante trucos diversos a su querida Eden (Kirsten Dunst, que parece excesivamente perdida en esta historia).


El problema principal de la historia es que, al final, no hay desarrollo hacia ninguno de los aspectos que uno podría esperar. En relación a la posible crítica socio-económica, esta resulta casi infantil, sin ninguna resolución satisfactoria. Por ejemplo, la empresa, TransWorld, es culpable de diversos accidentes mortales relacionados con el petróleo, entre los cuales encontramos como víctimas a los padres de Adam, pero la película no se esfuerza en ningún momento por mostrarnos esas atrocidades, de la misma forma que se habla de la pobreza y la criminalidad del mundo inferior y esta solo se refleja en la película por el aspecto sucio de las calles. La parte negativa de esta sociedad tan solo aparece en las noticias, normalmente a través de una voz en off, o por lo que cuentan los personajes, pero realmente nunca sucede nada excesivamente escabroso en pantalla. 

Encontramos extorsión en el último tramo de la película, pero dado que la resolución es muy precipitada, nunca se llega a percibir como una auténtica amenaza. Podemos apuntar aún más, el giro en busca de un happy end resulta incoherente con todo lo que se ha esforzado el guion en mostrarnos la enorme dificultad que supone la relación entre Adam y Eden. Pareja que, por otra parte, tampoco cuenta con un desarrollo romántico adecuado: los vemos en momentos de plena felicidad o de tristeza por su separación inevitable, pero sabemos que están enamorados porque la película lo repite en boca de Adam continuamente. Se nos ofrecen pocos referentes para que se forje una relación tan apasionada y, aún más grave, para el reencuentro con sorpresa incluida en las últimas escenas.


Observando así las dos tramas que se presentan en la película, podemos apreciar que una tan solo evoluciona mediante menciones relativos a hechos fuera de la pantalla y sin profundizar en demasía, mientras que la trama amorosa, por la que se decanta la obra de forma evidente, flaquea en su fundamentación y resulta inverosímil por los cambios que se introducen. Por ejemplo, el fin de la amnesia no parece estar tan relacionado con el hecho de un descubrimiento crucial o de algún acto especial, sino más bien está impuesto por la necesidad del guion para acelerar el proceso de la relación romántica. Ni siquiera lo relativo a la ciencia ficción queda bien expuesto, pues aunque el inicio trata de fundamentar las bases de este universo, el funcionamiento de sus reglas se alteran de forma continuada a lo largo de la obra. 

Por señalar un ejemplo sencillo, el contacto de la materia de uno de los mundos con el otro produce un proceso de combustión en cuestión de minutos, sin embargo, esto no se aplica al contacto entre personas o a los alimentos, como se evidencia por el contacto de los protagonistas en las primeras secuencias. Sin embargo, cuando esto supone un problema dado que Adam debe permanecer un tiempo en contacto con materia del mundo superior, el tiempo en el que este empieza a arder es relativo y dependiente de las necesidades de la historia más que de una lógica impuesta por leyes físicas. Estos detalles merman la calidad del argumento y contrarrestan tanto la labor creativa como el esfuerzo del espectador para tratar de comprender y entrar en el mundo propuesto.


Un universo que, por otra parte, se han tomado la molestia de tratar de crear de la forma más vistosa y recargada posible, creando todo un escenario fantástico muy atractivo visualmente, pero con defectos en la iluminación y la fotografía bastante evidentes (reflejos en la pantalla, un filtro de imagen excesivamente azulado, una saturación muy elevada, etc.). Los efectos especiales, por su parte, sí denotan un trabajo eficaz, como muestran algunas de las escenas donde la gravedad juega un papel determinante, aunque finalmente deslucido por ser más un espectáculo que un complemento a una historia bien desarrollada. La labor interpretativa del reparto tampoco destaca, salvo quizás la actuación de Timothy Spall con un personaje que pese a tener una presentación un tanto burda, desarrolla un rol decisivo en la historia.

En definitiva, un nuevo juego de artificio que nos arroja un planteamiento interesante, pero cuyas propuestas se quedan por desarrollar. Incluso al final se concluye remarcando que los futuros cambios sociales son otra historia a contar, cediendo a una, suponemos, imagen del futuro ideal de convivencia entre ambos mundos. Pero, de nuevo, no lo vemos en pantalla, como tampoco vimos la evolución de una historia romántica, una crítica social madura ni, en conclusión, una buena película.



Mad Max, de George Miller

24 junio, 2015

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También en España padecimos un recrudecimiento de la violencia callejera a partir de la segunda mitad de la década de los setenta. Como testimonio de aquel periodo quedaron las películas surgidas bajo el epígrafe de cine quinqui, que como documento intrahistórico resultan impagables, pese a resultar a veces demasiado ensimismadas o condescendientes. Son la representación de una época en la que las bandas juveniles y la delincuencia en general se fueron incrustando por entre los resquicios de muchas ciudades.

Por supuesto que la violencia no se ha detenido, como se encargan de recordar los medios de difusión, ahora casi instantáneos, pero sí que es fácil observar una diferencia con respecto a aquellos días.

Si en determinados asuntos estamos hipersensibilizados, también coexiste el factor contrario, ya que la impresión con la que recibíamos aquellas imágenes e informaciones ha sufrido un apreciable menoscabo; por aquel entonces no estábamos tan “insensibilizados”.


La atmósfera de Mad Max, salvajes de autopista (Mad Max, Warner, 1979) no puede ser más dramática y orwelliana: edificios decrépitos, cuarteles desvencijados y medio abandonados, descampados yermos, antros de carretera, calles que son una escombrera y, sobre todo, unas relaciones humanas enrarecidas, de marcado carácter tribal. Hasta los parajes “idílicos” se muestran resecos y desolados.

Todo ello conforma un (buscado) naturalismo cinematográfico, en función de una historia agria cuyo trasfondo es el hastío del policía Max Rockatansky (Mel Gibson), personaje sujeto a un entorno en el que se manifiesta la inutilidad de las leyes, la inoperancia de los gobernantes (¡caso de haberlos!), el favorecimiento del criminal, eternamente presunto, o la descolorida empatía que impregna a una sociedad carente de valores (no solo morales) y sin perspectiva de futuro.

George Miller durante la filmación
La primigenia trilogía de “Mad Max” (dedicaremos un espacio a la nueva entrega algo más adelante) se fue construyendo con cada secuela, dotada de una personalidad propia, en lugar de simplemente ir acumulando clichés. La secuencia de apertura de Mad Max, salvajes de autopista es, en este sentido, toda una “declaración de intenciones”, la carta de naturalismo de una vorágine de velocidad y bizarros colores, punteada por la desasosegante banda sonora de Brian May (1934-1997), de cadencias disonantes, desvaídas fanfarrias y ataque de violines que muchas veces semejan gritos.

Una composición que puntúa a la perfección la personal filmación de George Miller (1945), edificada a base de grúas ascendentes y descendentes, planos breves (pero no confusos), raudas panorámicas, insertos (ojos desorbitados, por ejemplo), encadenados, cortinillas, fundidos en negro, aceleraciones…


El patrullero Max forma parte de un entorno que gradualmente se degrada más, como se desprende de la persecución al kamikaze Jinete Nocturno (Nightrider, Vince Gil), “otro asesino de policías”, o como Max recordará más tarde, “uno de tantos”. Pero hablamos de policías, cuando lo cierto es que, más que tales, al menos en cuanto a la imagen que todos tenemos formada (me refiero a cuando no se dedican a sangrar al prójimo mientras los “jinetes nocturnos” campan a sus anchas), los presentes patrulleros forman el llamado grupo de “interceptores”, encargados de velar por la seguridad en las carreteras. Y si se hallan “en cueros” no es únicamente por la indumentaria que lucen algunos (un elemento que en la primera secuela se hará omnipresente), sino porque ellos mismos son víctimas de una acusada desprotección gracias a la globalizada corrección política; un aspecto casi fantástico en aquel tiempo.

Corrección que, por ejemplo, obliga a no hablar mal, como recuerda la voz femenina de la frecuencia de radio de la policía, que sería el twitter de ahora, y que no cesa de radiar nuevas ordenanzas y memorándums. Un ambiente en descomposición en el que prima una ley desligada de la justicia, como sucede cuando el capitán Fifí (Roger Ward) recuerda que en el caso de una muchacha agredida, nadie compareció durante el juicio, o en el que se llega al extremo de prohibir el comercio con gasolina (probable herencia de la crisis del 73), así como emplear la palabra “chatarra”. 


Hasta el gamberro Bubba (Geoff Parry) se toma a chufla la indefinida pero sobre-reglamentada situación al responder a un muchacho que le pregunta por un vehículo hecho papilla, que debe ser el resultado de alguna ansiedad. El personaje ha acudido a las inmediaciones de una comisaría para recoger al descarriado Johnny (Tim Burns), un “niño bien” que, a su vez, justifica su actitud asegurando que padece una personalidad desordenada (casi con toda seguridad repitiendo lo que le dijo algún especialista).

Miller retrata este ambiente poniendo especial cuidado en la composición del plano general, combinado casi de inmediato con el de detalle (una forma de violencia visual). Así ocurre cuando Max se acerca a su esposa (Joanne Samuel), tendida en la carretera, momento en que los contemplamos a lo lejos. Abundando en ello, el interior de la casa del policía es el único espacio pulcro y ordenado (puro) que observamos. Pero el realizador también sabe cómo potenciar el fuera de campo, como sucede en el terrorífico instante en que Max ha de reconocer a su mejor amigo (Jim Goose) en la habitación de un hospital.

Co-escrita con James McCausland (-), Mad Max, salvajes de autopista sigue siendo, en su doble vertiente cinematográfica y especulativa, una excelente película, por mucho que ya no nos resulte tan impactante o hiperbólica, con aquella envoltura cercana a la ciencia ficción anticipativa o futurista.

Y de la anticipación nos trasladamos a un escenario post-apocalíptico, en fecha indeterminada. El mundo ya ha saltado por los aires, cosa que se veía venir, como narra espléndidamente la secuencia con que da comienzo Mad Max 2, el guerrero de la carretera (Mad Max 2, the road warrior, Warner, 1981); en realidad, un montaje de imágenes en blanco y negro al que se añade el magnífico texto de una voz en off (ahora la película fue co-escrita con Terry Hayes [1951]).

Esta presencia desde un futuro también indeterminado se corresponderá con uno de los personajes que aparecen en la trama, y que el espectador acaba por identificar al término de la misma.

De este modo, de la violencia impresionista pasamos a otro estadio, el de la desolación tras una hecatombe, en parte nuclear, en parte energética. Y Miller tiene el acierto de no proporcionar demasiadas pistas acerca de ello, abriendo el distópico relato a la elucubración, y exponiendo en su lugar una vía argumental de las consecuencias, donde no hay grandes alharacas pirotécnicas ni costosas imágenes de aniquilación. El fuerte de la película es su atmósfera.


Todo está perfectamente presente en un inmenso fuera de campo donde resulta más útil, como suele ocurrir, sugerir que mostrar. El antaño patrullero Max aún conserva su vehículo interceptor V-8 (casi parece una creación de Wernher von Braun), como símbolo de una época que no ha de tornar, recorriendo una trama que se simplifica, sin que esto quiera decir que carezca de entidad o resulte “simplista”. De hecho, si la narración resulta valiosa será, precisamente, por su reactiva combinación de elementos estrictamente cinematográficos (realización, fotografía, montaje, música…).

Por otro lado, la mítica del relato se concentra en el (re)nacimiento de un héroe, muy a su pesar, y en su aceptación de tal rol, tras el pertinente (re)encuentro consigo mismo (aunque este aspecto se afianzará algo más en la tercera entrega).


La original resolución visual a la que hacíamos referencia en la primera película se retoma en la continuación, incorporando George Miller planos desde el interior de algunos vehículos. También debemos señalar el buen empleo del sonido, como el ruido provocado por un cuervo, el sonido del viento, el de un boomerang o el de un rudimentario mecanismo musical, que parece una ventana a otro mundo.

Tras la desoladora pero en cierto modo nostálgica introducción –tal y como sucede con todo aquello que nos parece definitivamente perdido-, la historia se concreta pasando de las palabras (“los líderes hablaron…”) a las imágenes de un presente histórico, por el que Max avanza en busca de una nueva identidad que asumir, perdido en una polvorienta carretera, conjurado por unas razones ya olvidadas.

En esta tesitura de supervivencia también se encuentra el lenguaje, que ha sufrido su propia quiebra, como se desprende de la inicial conversación entre Max y Gyro (Bruce Spence), en una jerga propia, cuando no se ve reducida a monosílabos o gestos.


Miller escalona la acción permitiendo al espectador que pueda situarse. En primer lugar ofreciendo el punto de vista del protagonista desde un altozano, desde donde este puede contemplar aquello que les acontece más abajo a unos expedicionarios, por medio de unos prismáticos. Una perspectiva que se abre por varios frentes, finalmente focalizados en uno de ellos. Es una primera impresión que nos sitúa en una nueva etapa de esclavitud, en la que se repiten los viejos parámetros: ¿quién se adaptará mejor a la evolución, el más fuerte o el más listo?

Más que una gran fortaleza, Max posee inteligencia, como demuestra en esa secuencia de inicio, en la que procede a recolectar la gasolina de otro vehículo malhadado en la cuneta o, posteriormente, frente a las huestes de desheredados que pretenden asaltar un castillo, esta vez con la forma de una refinería de combustible; un islote en mitad del desierto. Precisamente cuando Max se halle en su interior, la perspectiva ya será otra: el asunto le concierne más en ese momento.

Más épica y evocadora, El guerrero de la carretera se beneficia de la nueva banda sonora de Brian May, que sabe transmitir desde el llanto por un mundo perdido, cubriendo todo el relato de una pátina más legendaria, hasta la acción de un enfrentamiento casi nihilista, puesto que salvo el combustible y el desértico espejismo del poder, poco más queda allí.


Pero para Max este kilométrico proceso de maduración será tan mental como físico. Frente al enemigo del desarraigo redescubre la lealtad que proporciona la auténtica amistad, o cuanto menos, la empatía. El policía de la guarda pasará de alimentarse del cadáver del viejo mundo a combatir un tribalismo que no conlleva sino una regresión a la animalidad. ¿Por qué te empeñas en deshacer el equipo?, le pregunta el líder Papagayo (Mike Preston) en un principio. En su respuesta, Max conservará su individualidad, pero será después de ayudar a aquellos que más lo necesitan.

El páramo donde transcurre toda la acción representa un estadio de la nueva evolución donde los vehículos se muestran más embrionarios y los cuerpos más fraccionados, afianzados por prótesis (comenzando por el propio Max, dada su lesión en la pierna). Heridas físicas que se funden con aquellas que no se ven, porque raras veces se muestran. Y como una extensión más del propio cuerpo, sobresale el empleo de todo tipo de cachivaches a modo de armas.

Así, formando parte de ese variopinto festival de aditamentos, destacan el arma con balas doradas del cacique Humungus (Kjell Nilsson), el mencionado aparato que produce música, o el reloj de arena que sostiene Papagayo.

Retomando la característica claridad expositiva de la saga, en Mad Max. Más allá de la cúpula del trueno (Mad Max. Beyond Thunderdome, Warner, 1985), co-realizada con George Ogilvie (1931) y co-escrita nuevamente con Hayes, existe una secuencia que la ejemplifica a la perfección, y es la que tiene lugar en la cúpula a la que alude el título.

Se trata del escenario donde Max ha de batirse con el Maestro-Golpeador, una unidad formada por dos partes compenetradas (Paul Larsson y Angelo Rossitto, este en su último papel para el cine). Un conflicto de poder entre Tía Ama (Aunty Entity, Tina Turner) y el Golpeador, que se dirime equitativa pero bárbaramente, por más que un maestro de ceremonias (el espléndido Frank Thring) señale que la nueva comunidad de Negociudad (Bartertown) ha aprendido de los errores del pasado. La secuencia se completa con la imagen del destino que proporciona una ruleta, como si la existencia formara parte de un generalizado concurso de azar, en una evocación de aquello que se ha perdido trágicamente, pero que de forma inevitable se encuentra unido al aspecto más ridículo de nuestra civilización (o si se prefiere del ser humano).


Esta tercera entrega se nos antoja un relato más “aventurero”, menos áspero si se quiere, en el que el trabajado patrullero Max parece finalmente encontrar un sentido a su deriva, aunque este quede sin completar del todo debido a un argumento cíclico, que comienza con Max en el desierto y concluye en (casi) idéntica situación.

Un aspecto circular del que forma parte la implantación de nuevas leyes que en realidad son muy antiguas, y pese a las cuales no parece posible erradicar la desigualdad entre los habitantes del entretenido poblacho. El mismo lugar presenta dos caras, una visible, el espacio donde se hace trueque, y que se eleva hasta el refugio de la líder, y otra invisible, el submundo que abastece de energía al destartalado burgo.

Destacan además aspectos y detalles como el de la detección del agua radiactiva por parte de Max, la parafernalia al estilo romano de los custodios de Negociudad, que además cuenta con su propio circo como queda dicho; el hecho de tener que depositar las armas a la entrada del poblado, con las reminiscencias que ello conlleva, o la jerga empleada por los habitantes del desierto, en una reelaboración del lenguaje que, pese a sus fallas, sigue siendo un elemento imprescindible de comunicación (como sucede con los sonidos en forma de eco), y una forma para la transmisión en el tiempo de un conocimiento ya extinguido, pero que no se resigna a desaparecer para siempre.


Entre los mejores aciertos argumentales y visuales de Más allá de la cúpula del trueno, título que en sí mismo marca unos límites en los que, más allá, se hallan las ruinas de la civilización del pasado, encontramos la leyenda del piloto de avión y la presencia del propio aparato, que ofrece una de las imágenes más recordadas de la película, realzada por la extraordinaria partitura de Maurice Jarre (1924-2009). Una imagen que se completa con otra buena idea: el elemento que hace que los chicos acudan hasta el avión será precisamente el viento.

En definitiva, se trata de la estampa del devenir cíclico de las civilizaciones, visto como una posibilidad bastante real, en la que el ser humano ha de (re)comenzar partiendo casi de cero.

El relato incluye objetos con este propósito, como el aparato de diapositivas o un tocadiscos. Elementos a los que podemos añadir la efigie de Max avanzando por una tierra calcinada, y que permiten edificar una nueva mítica, aunque no se sepa cuán alejada está o no de su significado real.

Escrito por Javier C. Aguilera

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