Casablanca, de Michael Curtiz

10 marzo, 2015

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Es curioso como la que iba a ser una producción más para la Warner, hasta cierto punto modesta y filmada en plena contienda bélica, ha acabado por convertirse en una de las obras de arte que ha proporcionado el cine a lo largo del siglo XX (me refiero a un conjunto sostenido siempre por unos valores cinematográficos más que míticos, aunque como en este caso, los unos hayan propiciado los otros).

Casablanca (Ídem, Warner Bros., 1942) es, además, una película “de estudio”, lo que venía a significar, inconvenientes de toda índole al margen, que estaba bien escrita, bien producida, bien dirigida, bien montada, bien fotografiada, bien interpretada y bien musicalizada; es decir, que ensamblaba armónicamente todos los elementos que componen el arte cinematográfico, en base a la efectividad y creatividad de aquellos que trabajaban para el mismo. Muchos de ellos responden a nombres concretos que conviene recordar. La producción corrió a cargo del talentoso Hal B. Wallis (1898-1986), que se decantó por Humphrey Bogart (1899-1957) para el papel principal. Arthur Edeson (1891-1970) se ocupó de la fotografía, el experimentado Michael Curtiz (1886-1962) de la dirección, y un joven Donald Siegel (1912-1991) realizó labores de montaje junto al veterano Owen Marks (1899-1960).

Junto a ellos, el gran compositor austriaco Max Steiner (1888-1971) fue encargado de la banda sonora, con la curiosa excepción de la canción As time goes by, que en un principio y con toda lógica, se negó a incluir por no ser obra suya -lo era de Herman Hupfeld (1894-1951)-, pero que, finalmente, incorporó maravillosamente a la orquestación de su partitura, con ayuda en los arreglos de Hugo Friedhofer (1901-1981). 

De igual modo, y a pesar de la intervención de numerosos guionistas –cosa nada inhabitual-, o de que se dio comienzo a la filmación sin disponer aún de un desenlace definido, el guión principal fue obra de los hermanos Julius (1909-2000) y Philip Epstein (1909-1952), con alguna colaboración de Howard Koch (1901-1995). El guión se basaba en una obra de teatro que, para mayor pintoresquismo, jamás se representó, Everybody goes to Rick’s (1940), escrita por Murray Burnett (1910-1997) y Joan Alison (1901-1992). Podríamos incluir aquí la excelencia del doblaje español, que en los roles principales fue asignado a José Guardiola (1921-1988), María Massip (1942-2002) y Rafael de Penagos (1924-2010).


La voz en off nos introduce en uno de los aspectos más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el de toda una “tortuosa y accidentada ruta de refugiados” que desembocaba en la ciudad de Casablanca, perteneciente al Marruecos Francés (lugar no ocupado pero sí sometido a las órdenes del gobierno de Vichy, es decir, pro Eje), con el fin de poder obtener el anhelado aunque muy restringido pasaje del avión que llevaba a Lisboa, antesala a su vez de las Américas o de Gran Bretaña.

La certera síntesis inicial de la situación muestra toda esta peripecia humana, centrada en la esperanza de un buen número de personas que huyen del nazismo y tratan de alcanzar una nueva vida. Personas que aguardan meses para un visado. Varias veces vemos sobrevolar el mencionado avión sobre el Café de Rick. En una primera ocasión, todos hacen planes, trucos y tratos. En una última, algunos de esos planes ya han sido cercenados, en tanto que otros se han cumplido o están en vías de poder hacerlo.

En el ínterin de este clima incierto, dos correos alemanes con salvoconductos son asesinados. La llegada del mayor Strasser (Conrad Veidt: todos los actores están estupendos en sus respectivos papeles) tensa la situación con la policía local, comandada por el prefecto de policía Louis Renault (el inolvidable Claude Rains).


Salvo algunos datos escuetos, nada sabemos del pasado de Richard Blaine (Humphrey Bogart), el dueño del más populoso local de Casablanca, tal y como le recuerda el estraperlista Ugarte (Peter Lorre) o trata de averiguar el propio Renault. Incluso el mayor alemán no acaba de revelar información alguna acerca de él, pese a haber estado investigándolo. Un dato “ambiguo” lo proporciona el pianista y amigo de Rick, Sam (Dooley Wilson), al asegurar durante el largo flashback parisino, que “hay precio a su cabeza”, refiriéndose a la amenaza que supone para él el avance de los alemanes.

No ha transcurrido mucho tiempo desde esta estancia en París (la acción “presente” se sitúa en diciembre de 1941), ciudad en la que Rick regentaba otro café, La Belle Aurore, aunque como también observa Sam, sí que “ha pasado mucha agua bajo el puente”. Esas aguas turbulentas se refieren a un amor que no se perpetúa, pero que finalmente se recobra; puesto que el drama principal expuesto en Casablanca es precisamente el de la recuperación de un recuerdo que no se tenía, por doloroso. Por una razón u otra, suele suceder que a uno le dejen “plantado”, algo bien poco beneficioso para el carácter, pero si además el recuerdo va asociado a una canción, el dolor se acentúa, convirtiéndose la melodía en una herida sentimental que está permanentemente abierta.


Pero los de Rick e Isla (Ingrid Bergman) no serán los únicos personajes en evolucionar dentro de un relato que, así mismo, permanece abierto. También lo hará el prefecto de policía Renault, que aún se permitirá actuar humanitariamente pese a tomarse sus libertades (o libertinajes, como “muestra” el fundido a negro en el instante en que se dispone a recibir a otra dama “con problemas de visado”).

El policía se define como hombre “sin convicciones”, que se “inclina con el viento” y se adapta “a lo que venga”; y en efecto, eso será lo que haga, aunque desde un punto de vista más ético del esperado. Un proceso en el que tanto se aprovecha como ayuda a una joven pareja búlgara a conseguir sus visados, por mediación de Rick, el cual, pese a ver reflejado en ellos el fracaso de su amor no correspondido, también termina por ayudar a la pareja. 

La complicidad entre ambos personajes es permanente, al igual que su proceso de progresiva humanización. En el caso de Renault, éste culmina en una imagen concreta de la conocida secuencia del aeropuerto, cuando el policía arroja a la papelera una botella de Agua de Vichy. Para Rick, el vórtice de todo ese proceso será la figura casi mítica del checo Víctor Laszlo (Paul Henreid), otro personaje sin patria “geográfica” definida -pues patria puede considerarse la libertad del individuo-, que, a su vez, está necesitado de dos visados, el suyo y el de su esposa Ilsa.


La pareja que pudo haber sido, podrá al fin “recordar aquellos días en París, en lugar de Casablanca”. Y si duro es luchar por unos valores muchas veces despreciados y que podemos denominar simplemente democráticos (Víctor), la relación entre Ilsa y Rick también se convierte en un sacrificio, como demuestra el hecho de que estando ella sentimentalmente confusa, Rick no se aproveche para lograr una “victoria amorosa”.

Justo es señalar, además, que otro personaje importante es el ambiente (recreado) de Casablanca, cuyo epicentro es el local de Rick, que entre el humo y las canciones deja entrever esas ilusiones apostadas a un número de ruleta. A este ambiente, sostenido por el personal, como el camarero Carl (S. Z. Sakall), se añade El loro azul, el establecimiento del jefe del mercado negro, Ferrari (Sidney Greenstreet), junto al mercado, las teterías, la neblina que cubre el aeropuerto… o las sombras que proyecta la noche en el interior de esos refugios que constituyen las habitaciones privadas de los personajes.

Escrito por Javier C. Aguilera


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