Clásicos Inolvidables (LXIII): Las flores del mal, de Charles Baudelaire

08 febrero, 2015

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Cuan poco cambia el ser humano es algo que siempre han sabido reflejar los poetas, desde Jorge Manrique (1440-1479) hasta Luis Cernuda (1902-1963), por citar dos ejemplos excelsos. Pero la lista es amplia. Para comprender a Charles Baudelaire (1821-1867) y su poemario principal, Las flores del mal (1857), debemos de tener en cuenta el momento. Una época que, seguramente como otras muchas, estaba confundiendo el desarrollo humano con el progreso tecnológico.

La encrucijada vital entre ese progreso científico-económico y lo que denominamos valores éticos (no hay que centrar el discurso exclusivamente en lo religioso) explica el malestar de la generación de Charles Baudelaire. Al mostrar abiertamente su pesadumbre, el poeta francés renovó un patrimonio expresivo que parecía no hablar ya a nadie. Pero su actitud, y esto es importante, no entraba en contradicción con la recuperación de unos determinados valores del pasado (incluso del pasado más inmediato, caso de Voltaire [1694-1778], a quien nuestro poeta siempre tuvo en la más alta estima, o mediante su labor como traductor de Edgar Allan Poe [1809-1849]).

Para Baudelaire se hizo entonces necesario un nuevo estilo de comunicación, es decir, de lectura: una novedosa relación entre el artista, el lector y la obra; elementos a los que ayudó no poco el auge de una prensa que, debido a su desarrollo tecnológico, fomentaba diariamente la vida literaria y el intercambio cultural. Paralelamente, los artistas en general, quedaron más protegidos gracias a la creación en cada país de las sociedades de autores que, bien gestionadas, protegían sus derechos.

Para enfrentarse al hastío vital (el conocido spleen), el poeta se propone “provocar” al lector. Pero provocarlo para “conmoverlo” más que para alejarlo de sí. De este modo, al hallar, como sucede con toda renovación de las estructuras, la oposición de los distintos estamentos (principalmente el burgués, aunque no solo), se produce una incomprensión que lleva al artista a sentirse aislado en medio de un pueblo que, aún de forma honrada, no aspira más que a trabajar y alimentarse, para finalmente morir.

El llamado alimento espiritual de la literatura no parece tan perentorio. Razón por la que el poeta se ve así mismo como un personaje “maldito”, condenado a ver lo que los demás, por razón de su carácter o desinterés, no desean o no alcanzan a ver.

De ahí surge la figura del poeta comparado con un albatros, o la visión de los artistas como faros vitales (Los faros), en un poema que propone una lista de creadores que incluye a Rubens, Goya o Leonardo.



Un “malditismo” que se despliega también en poemas como Recogimiento, en el que, junto a las propias penalidades, compañeras de por vida, se suma la vulgaridad del resto de vidas; o Las quejas de un Ícaro, donde nuevamente el poeta alza el vuelo, con resultados dramáticos.

Estos dos últimos poemas son recogidos en la edición bilingüe de Cátedra (2012), en un apéndice: como sabemos Las flores del mal sufrió modificaciones a causa de la censura y obtuvo dos ediciones que alteraban el orden de su contenido, una primera en 1857, y una posterior, en 1861. La citada edición tiene en consideración ambas ediciones, incluyendo además un apartado para los escritos censurados, que a su vez contiene el curioso poema La metamorfosis del vampiro.

Ahora bien, esto no quiere decir que todo este inconformismo, representado incluso en el atuendo, no llegara a convertirse en una mera pose para muchos. En el caso de Baudelaire, el autor no celebra nunca los triunfos desaforados del progreso tecnológico, de igual modo que no canta de forma directa a la ciudad, pese a ser un poeta urbano, y pese a definiciones alienantes de lo urbano, como muestra A una transeúnte. Más allá de esto y en otra elocuente imagen de lo artístico, la belleza es contemplada simbólicamente como una esfinge eterna y muda (La belleza, El ideal).

Grabado de Radivilovskay
La propia naturaleza de Baudelaire quedó definida cuando dilapidó la fortuna de su padre, un camino que, sin embargo, le llevó a defender finalmente la verdadera libertad del individuo, aquella que no proporcionan gobiernos o aspirantes a gobernantes de signo autoritario. A su citada actividad como traductor, se añade la observación y plasmación antropológica de su tiempo y, por extensión, de todos los tiempos, cuando por ejemplo, evoca el recuerdo que proporcionan los olores (El frasco) o el transcurrir de ese tiempo (El reloj), o un amor que, al nutrirnos de emociones, de algún modo nos está paralizando, dando así comienzo una especie de muerte de todo lo demás (idea desarrollada magníficamente por Ortega en su Ensayo sobre el amor).

Una ontología reflejada en la definición del citado spleen, determinado ya en el primer poema del libro, Al lector, como una etiología del mal, consustancial al ser humano. De este modo, los esporádicos momentos de felicidad (Un fantasma), o la belleza de un amor u objeto amoroso, se convierten en materiales humanamente idealizados (La antorcha viva).

El imperio de la luz, de René Magritte
En esta doble función, creativa y testimonial, reside el valor de Baudelaire y de una obra como Las flores del mal. No es en el aspecto exterior y más llamativo, el de las monomanías y las poses rebeldes, las drogas o el alcohol (el axioma fíjate en lo que diga pero no en lo que hago puede aplicarse a muchas personalidades artísticas). Ni siquiera reside su valor en la artificiosa perpetuación de un manido “arte por el arte”, que como otras corrientes, ya cumplió su función (reivindicar la libertad del creador por encima del arte mismo, acompañado de cierto afán por aleccionar), sino que se haya en su capacidad para sacudir a la sociedad de forma individual -por medio del lector- y de seguir conmoviendo por medio de un arte que seguirá vivo mientras lo haga el ser humano.

En este sentido, decíamos además que Charles Baudelaire no propone una ruptura irremediable con lo anterior (al modo que sí propusieron muchos movimientos del siglo XX, que en ello hallaron su pronto envejecimiento), sino que toma elementos de lo mejor de las distintas vertientes que le precedieron, naturalmente, conducidas a su terreno y sensibilidad. 

Por ejemplo del renacimiento (Lamento de los amantes, El aparecido, Soneto de otoño, Madrigal triste), o el romanticismo (Tristezas de la luna, Los búhos, La voz -con la presencia de la muerte personificada-, o El avisador, recuerdo tradicional de la parca que se agazapa en cada persona). Incluso anticipa los aires modernistas, como sucede en Paisaje, La pipa o La música… Aunque la forma de expresión ya no sea la misma, sí lo es el respeto por una tradición cultural de valor inconmensurable.

Imagen de Izayoi Sakuya
Pese a que aún hay quien se empeña en “cercar” a los distintos autores formando grupos generacionales, buscando características afines por vía de unas premisas generales siempre insuficientes (lo mismo sucedió en el cine con la llamada política de autor, o sigue sucediendo con las simplificaciones mitómanas), lo cierto es que los escritores se empeñan en no ser constreñidos por el reduccionismo y el lugar común. Lo que pone en camino a un autor es su propia realidad y tradición cultural (para asumirla o transgredirla). Otra cosa es que el lector “foráneo” espere -y encuentre- siempre unas características arquetípicas en un autor determinado, por el hecho de pertenecer a tal lengua o cultura.

Pero sucede que aunque la exploración y el potencial de una lengua es casi infinito, las ideas no lo son. Las artes se quintaesencian, todo tiene su momento de esplendor, tras lo cual, solo queda la fotocopia o la (mala) meta-literatura. De ahí la necesidad de una buena labor de divulgación, del análisis crítico más que de la “crítica”, con el agravante de que el crítico, con toda la buena voluntad, ha de formular opiniones sobre todo tipo de encargos, en tanto que el divulgador selecciona aquello que desea compartir.

Por ello, frente al mimetismo complaciente, gran mal de las letras y del gastado arte en general, brotan estas flores del mal cada vez que abrimos un ejemplar.

Escrito por Javier C. Aguilera



1 comentario :

  1. Leí unos cuantos de los poemas en clase de Literatura Universal. Al principio cuesta un poco entenderlos, pero cuando lo consigues incluso te gustan. Buena entrada!

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