El autocine (IX): El héroe anda suelto, de Peter Bogdanovich

12 enero, 2015

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Los monstruos existen y son de este mundo. Es lo que de forma bastante realista recuerda El héroe anda suelto (Targets, Paramount Pictures, 1967), en la que un “mito viviente” de películas clásicas de terror (interpretado por el gran Boris Karloff) acaba, por una carambola del destino, frente a un asesino “real”.

El héroe anda suelto fue la primera realización cinematográfica de Peter Bogdanovich (1939), auspiciada por el productor, director y ocasionalmente actor Roger Corman (1926), con fotografía de Lazslo Kovacs (1933-2007) y, como el propio realizador ha reconocido, con algunas aportaciones al guión por parte de Samuel Fuller (1912-1997) que, dada su amistad con el debutante, rehusó acreditación alguna.

Hay que resaltar el acierto de contar con Karloff, además de un estupendo actor, todo un icono, aspecto con el que se juega bastante a lo largo del relato, muchas veces de forma auto-irónica. Una circunstancia afortunada que se debió al hecho de “deberle” el actor a Corman ¡dos días de rodaje! de una producción anterior; tiempo que, sin duda, fue bien aprovechado.

En esos dos días “sobrantes”, Bogdanovich se las ingenió para elaborar una historia de horror moderno en la que no solo encajara el actor británico, aquí interpretando a un alter ego llamado Byron Orlok, sino que fusionara dos vertientes del género, el referido aspecto contemporáneo, “a pie de calle” y la querencia por los atmosféricos e inolvidables relatos cinematográficos precedentes.


Significativamente, Orlok se siente “anticuado y fuera de época” y reconoce que, justa o injustamente, “el mundo pertenece a los jóvenes”. “Soy una pieza de museo”, añade, lo que en parte es cierto, aunque no en el sentido peyorativo que él le da al hecho, tal y como el propio Orlok acabará descubriendo. En cualquier caso, y como sucede con otras artes, el cine también acabará teniendo su lugar en los museos, sin que esto signifique desprestigio alguno, todo lo contrario.

Por su parte, el joven Sam Michaels, encarnado por el propio Bogdanovich, es el guionista y realizador en la ficción, al igual que lo fue en la realidad. De forma parecida a Orlok, Sam está convencido de que “las buenas películas ya se han hecho”. Apuntes autobiográficos salpican -la necesidad fue virtud- la película, como sucede con las imágenes entresacadas de El código criminal (Criminal code, Howard Hawks, 1931), o en mayor medida, de la posterior El terror (The terror, Roger Corman, 1963), que sirven para ilustrar la parte “tradicional” del argumento, una de las dos con que se complementa admirablemente El héroe anda suelto.


La otra viene dada, de forma paralela, por Bobby Thompson (Tim O’Kelly), del que como tantas veces, muchos comentan que “tiene cara de buena persona”. En efecto, se trata de un muchacho encantador además de un asesino en potencia, como bien refleja ese aterrador plano del maletero de su coche, repleto de armas, o los momentos en que, antes de dar comienzo a su particular “afición”, Bobby despliega su arsenal sobre una atalaya, o se le muestra adquiriendo munición, un artículo que se despachada como si fueran medicamentos. Por descontado, todo ello se concretará con mayor crudeza cuando Bobby dispare al público, literalmente desde la pantalla.

El chico actúa con premeditada frialdad, como demuestra la nota que deja en su casa antes de salir “de caza”. Meditabundo, trata de advertir a su joven esposa de que se le ocurren “ideas raras”. Una característica de su vileza (más que de su trastorno: no arremete contra sí mismo), que hará que vaya dejando un rastro de cadáveres, armas y casquillos a su paso. Decide matar a otros sencillamente porque puede hacerlo, al carecer de empatía o remordimientos; ejecuta clínicamente, sin motivos personales.

Un proceso de relativa enajenación que la cámara ilustra cuando lo sigue por su casa: el escenario del horror no es un castillo gótico, sino el entorno urbano, si bien ambos ambientes son complementarios más que excluyentes: significativamente, tras posicionarse cerca de una autovía, Bobby se parapeta dentro de un drive-in (el entrañable autocine).


El héroe anda suelto aborda un asunto desagradable (fijado además al término de una década conflictiva), que ha sido tratado con posterioridad, demostrándose que “más” no es siempre necesariamente “mejor”. Recordemos, por ejemplo, el momento en que Karloff relata la célebre anécdota de la Cita con la muerte en Samara, versionada por John O’Hara (1905-1970). Realmente, su personaje se topará fatídicamente con la muerte, pero la afrontará con la determinación y el aplomo de sus inolvidables personajes de la pantalla, en una fusión atemporal, tan impecable como sobrecogedora. Fusión que también queda explicitada en el travelling que muestra varios coches en fila, con el de Bobby desocupado, mientras se proyecta un clásico de terror sobre la pantalla. 

Y es que junto al horror, uno de los géneros primordiales del cinematógrafo junto con el fantástico, también subyace el amor al cine, y particularmente, a los autocines como forma de disfrutarlo, tal y como se desprende, siquiera de forma indirecta, de todo el ritual que precede a la proyección.

Escrito por Javier C. Aguilera


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