Clásicos Inolvidables (LXII): Baladas líricas, de Wordsworth y Coleridge

30 enero, 2015

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Imágenes y ensueños, imprecisos contornos, tormentas, un océano embravecido, la noche, corazones solitarios… Una nueva corriente de pensamiento se alzaba frente a la fría Filosofía de la Razón. Una corriente centrada en la reflexión del individuo ante la naturaleza y que tuvo un temprano antecedente en los Pensamientos nocturnos (Night Thoughts, 1759) de Edward Young (1683-1765).

Esta nueva percepción se concreta en las Baladas líricas (Lyrical Ballads, 1798), que más que racionalizar el conocimiento de la naturaleza y el papel del sujeto en ella, otorgan protagonismo a una figura humana que se integra en el conjunto de las cosas creadas. De este modo, los incipientes románticos ingleses no rechazaban los logros ofrecidos por la Ilustración, sino que tendían un nuevo puente vital.

Los artífices fueron, en primer lugar, William Wordsworth (1770-1850), persona de formación autodidacta y carácter contrario a una industrialización que suponía la opresión de muchos; una actitud siempre atenta a puntos de vista y actuaciones alejados de la exaltación y la hipocresía (otro logro).

El otro responsable fue Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), joven de notable voracidad lectora y de una desbordante imaginación. Importante es señalar (como también haremos con respecto a nuestro siguiente autor a comentar), el hecho de que tanto uno como otro asimilan toda la tradición anterior, pues entienden que trascender no es lo mismo que tronchar.

Como recuerdan los responsables de la edición bilingüe de Cátedra (2010), Santiago Corugedo y José Luis Chamosa, estos flamantes autores se enfrentan a un proceso civilizador entendido como el sometimiento del individuo a unas leyes utilitarias y racionalistas que el común beneficio dicta como imprescindibles. Por ello resurge una cuestión como la del canto a la naturaleza, como elemento perdido y reencontrado, un asunto tradicional (léase tradicional como imperecedero; recordemos el segundo Épodo de Horacio o las Églogas de Garcilaso), aunque desde unos postulados inéditos. Lo que Wordsworth y Coleridge proponen es alcanzar estos por medio de la experiencia personal. Como observamos, una lectura poética que, empleada con posterioridad, resulta menos novedosa de lo que se ha pretendido.

Wordsworth y Coleridge
En esta nueva visión poética, cada acto de percepción será único, a lo que comprometen, sin duda, tanto las circunstancias como el carácter de cada persona. Versos abandonados en el asiento de un tejo presenta esta nueva morfología poética y nos invita a detenernos como dobles viajeros, de nuestra vida y como lectores de poesía. El escenario es el hermoso panorama junto a un lago.

Seguidamente, El ruiseñor es un poema-conversación entre el sujeto y el entorno de una “naturaleza inmortal”, donde la poesía es contemplada como una sabiduría diferente y ancestral, y donde, del mismo modo que observamos anímicamente el paisaje, este puede condicionarnos, en un proceso de interacción (casi) eterno. En otro insólito matiz, el poema Somos siete enlaza con el relato de aparecidos, y se centra en la cercanía con los difuntos; aspectos que entroncan con la literatura gótica emergente.

Las cataratas de Schmadribach, de J. A. Koch (1822)
De los Versos escritos en primavera temprana destacan estos dos: A sus bellas obras la naturaleza unió / el alma humana que por mí fluía. Nuevamente, nos convertimos en el viajero que se detiene a contemplar (la alteridad y el ego). Una personificación que se vuelve dramática en los últimos versos de la balada El espino.

Abundando en esta concepción, otro verso perteneciente al poema Las mesas se volcaron nos aconseja dejar que la naturaleza sea quien te enseñe. Como ejemplo, la actitud contemplativa del viajero junto a otro árbol (un sicomoro) en los Versos compuestos unas millas más arriba de Tintern Abbey. Para su autor, Wordsworth en este caso, la escena imprime pensamientos del más profundo recogimiento.

Estos son paisajes poblados solo ocasionalmente, y permiten contemplar al resto de la humanidad en la distancia. El distanciamiento es aquí, por lo tanto, un recurso más eficaz y agradecido que otras tortuosas propuestas posteriores, siempre ajenas a la “presencia” del espectador-viajero. En una vuelta de tuerca final, será la edad, el paso del tiempo, quien también arroje miradas muy distintas a un mismo paisaje. Así le sucede al viajero cuando, en su madurez sentimental, regresa a la escena de un amor; del único amor.

Las Baladas Líricas nos incitan a compartir lo que otros ya miraron y disfrutaron antes que nosotros, considerando una doble significación: la contemplación de unas imágenes “reales”, y la de aquellas que son elaboradas por medio de lo poético, esto es, a través de una mirada propia, aquella que ve el paisaje de una determinada forma atendiendo al particular estado de ánimo. Cuando se produce, esta conexión entre el poeta y el lector es atemporal.

Árbol con cuervos, de C. D. Friedrich (1822)
En esencia, todos estos versos nos invitan a observar lo que nos circunda con otros ojos, y a matizar aquello que observamos por medio de estímulos tanto exteriores como interiores. De ese modo surge otra dualidad natural, el amante lo es del amor y del arte, pero también “recela”, es decir, pondera, reflexiona, aún siendo capaz de venerar con el corazón lleno de humanidad.

Escrito por Javier C. Aguilera



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