Dejad paso al mañana, de Leo McCarey

08 diciembre, 2013

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Dejad paso al mañana (Make way for tomorrow, Paramount Pictures, 1937) es una película sorprendente. En primer lugar, por su actualidad. Se desarrolla durante la Gran Depresión económica de los treinta y tiene por protagonistas a un matrimonio setentón, Barkley (Victor Moore) y Lucy Cooper (Beulah Bondi), que son objeto de un desahucio por impago. Pero tal vez lo más sorprendente sea la capacidad de su director, Leo McCarey (1898-1969), para narrar todo esto sin asomo de tremendismo, de manera contenida; y sobre todo, sin barrocos alardes visuales (esos que parecen ser tan necesarios hoy para “sobresalir” y convencernos a todos de que se es un realizador genial: nombres no faltan).

Dentro del aspecto argumental, en Dejad paso al mañana, la distancia entre jóvenes, adultos y “ancianos” es calificada de “abismo”. Tras la inicial reunión familiar (se habla de otra hija que vive en California, pero que no aparece físicamente), explota la “bomba”: los progenitores han de abandonar su casa. 

En un excelente apunte (de nuevo, de guión: ¡firmado por el propio McCarey como Viña Delmar!), el carácter de los hijos queda definido desde el primer momento: están el extrovertido, la hipócrita, el responsable… sin contar yernos y nueras. Un relato en que la falta de previsión del matrimonio (“no somos perfectos”, dicen en determinado momento), entra en colisión con la necesidad de los hijos de poder vivir su vida, de fijar sus propias reglas en un mundo cambiante (mudanzas de costumbre que se apuntan a través del personaje de la sobrina, Rhoda -Barbara Read-).


De este modo, la narración bascula entre el engorro de tener que cargar con el matrimonio mayor -en situaciones forzadas solo en apariencia-, al egoísmo biológico de los hijos, por medio de circunstancias que McCarey refiere de forma paralela. 

Malentendidos, conductas erróneas pese a la buena disposición, una ingratitud aparente… Esta “grisura” es lo que determina que el relato sea tan moderno; durante el reencuentro “último” de la pareja, tras un periodo de convivencia separada con los hijos, aparecerán otros personajes de tono amable (humano), como el maitre de un hotel o un vendedor de automóviles. Más que sobre la maldad o la bondad, se trata de una película sobre el paso del tiempo; no hay “buenos” ni “malos” en Dejad paso al mañana, y ese elemento es lo que otorga, a día de hoy, gran validez al conjunto.


La cercanía de lo cotidiano hace que el relato esté cuajado de situaciones fácilmente identificables (debidamente retratadas por la fotografía de William C. Mellor). Por ejemplo, cuando Lucy atiende al teléfono durante la “clase de bridge”, en casa de su hijo George (Thomas Mitchell), pese a la molestia que supone la presencia de la anciana, todos se conmueven al ser testigos involuntarios de la conversación. Exactamente igual sucede durante otro formidable momento: tras visitar el vestíbulo de un hotel frecuentado durante su juventud (y pese a los cambios sufridos), y después de disfrutar de un cóctel en la barra (al que son invitados), el matrimonio sale a la pista de baile, momento en que, desafortunadamente, la pieza musical lenta toca a su fin. Consciente de ello, el director de la orquesta tomará “cartas en el asunto”.

Y es en este mismo escenario donde, unos momentos antes, Leo McCarey ofrece otra lección de cine. Cuando la pareja está a punto de besarse, una pudorosa Lucy mira a cámara (esto es, a los extraños del salón; por extensión, al público), e interrumpe el amoroso acto.


Como vemos, existen muchos buenos momentos en la película. No podemos dejar de reseñar otras situaciones excelentes, como es la lectura de la carta escrita por Lucy. A Barkley se le han roto las gafas y pide ayuda a un amigo tendero; pero este se ve en la necesidad de detenerse en un momento determinado. En otra ocasión en que camina buscando empleo, alguien le pregunta si era contable, a lo que Barkley responde: “soy contable”. Por otra parte, cuando llega el momento en que “más hay que decir”, McCarey nos hurta el sonido de la réplica telefónica a una de las hijas, porque este no es necesario. Todo es prístino en Dejad paso al mañana, desde el guión a la puesta en escena.

Y es que para disfrutar de una película como la presente no es necesario ningún análisis sesudo, como sucede con todas esas obras “que hay que explicar” para que “puedan ser entendidas”, ya sean literarias, cinematográficas, musicales o pictóricas; como comentábamos con respecto a Umberto D. (Vittorio de Sica, 1953), estamos ante creaciones que se las “apañan” para ser contempladas y sentidas, puesto que “se explican” a sí mismas. Leo McCarey maneja los resbaladizos mecanismos de la emoción sin asomo de afectación. Existe ternura, pero no empalago -aunque los personajes pertenezcan a otra época-; hay una puesta en escena sencilla, pero no simplista; hay un ritmo pausado, pero no lento. Junto a la escritura, el valor del plano siempre fue el emblema de los grandes maestros.


Es en el referido segmento final de la película donde se concentran varios apuntes magníficos, visuales y argumentales. Argumentales porque, recordemos, es la primera vez que la pareja vuelve a estar unida desde el comienzo del relato; como parece que lo ha estado siempre (casi diríase que “felizmente aislada”); y visualmente, por ejemplo, en instantes tan espléndidos como la entrada de Barkley en una tienda, con la excusa de conocer el precio de un artículo, momento en que la cámara permanece fija, sin necesidad de ningún subrayado (léase, de insertos).

Leo McCarey
Dejad paso al mañana recuerda lo aprisa que pasa el tiempo, pero también lo importantes que son los recuerdos personales; hasta su sereno, y aún así, muy emocionante final (apoyado por la música de dos compositores de la talla de Víctor Young y George Antheil).

Una última indicación, si me permite el amable lector. Nunca he sentido reparo en reconocer mi afecto por el gran trabajo de los dobladores españoles (del pasado, principalmente); ahora bien, Dejad paso al mañana no fue estrenada en su día en España, por lo que la mejor manera de poder disfrutar de su contenido es verla en su versión original (muchos dirán de forma tajante que siempre lo es, por lo que recuerdo que mi opinión no es más que eso, una opinión, y que en cualquier caso, una postura no invalida la otra, sino que la complementa).

Escrito por Javier C. Aguilera


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