Sonido y palabra, de Wilhelm Furtwängler

07 julio, 2013

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Si alguien quiere decirme algo, tendrá que ser claro y simple; lo problemático ya abunda en mí mismo (Goethe).

Éste es un libro de filosofía, pero que no cunda el pánico, porque al igual que los grandes ensayistas y divulgadores saben hacer, su esencia vital está expuesta de modo diáfano y ameno, de cara al lector formado tanto como al simple melómano, no necesariamente un experto en materia sonora. Y decimos filosofía, ya que al fin y al cabo, nos referimos al pensamiento y lenguaje más universal de todos, la música.

Wilhelm Furtwängler (1886-1954) no es solo reconocido por sus personales y celebradas interpretaciones, cada una de ellas su propio acontecimiento; lo mismo podría decirse de su escritos, como podemos comprobar, gracias a la magnífica labor de El Acantilado, en Sonido y palabra (2011), recopilación de varios ensayos y artículos del director alemán.

Y es que, al igual que ocurre con el cine, la música no solo es valiosa por su tema o por como nos suene, sino por cómo se construye, por cómo se interpreta y por lo que significa emotivamente, por aquello que transmite. En este sentido, las obras legadas por los grandes músicos son como un río vital, siempre en constante evolución pero sin salirse de su cauce. Ese comprender cada obra permite al aficionado o connoisseur, entrar a formar parte de un mundo tan estimulante, mágico y placentero como pueda ser el de la fantasía heroica. Por ejemplo, ser participes de la idiosincrasia de la tetralogía del Rin frente al resto de obras de Wagner, auténtico “Señor de los Anillos”, nos dará la oportunidad de sumergirnos en una música esencializada en sus elementos músico-naturales; casi diríamos que sintoísta.


Lo sorprendente del presente libro recopilatorio es comprobar hasta qué punto las consideraciones teóricas de Furtwängler son totalmente actuales. Por ejemplo, con respecto a Beethoven, ese músico al-que-todos-creemos-conocer, el ensayista (y también compositor) llama la atención acerca de unas sinfonías que son auténticos “discursos sonoros”, en los que las palabras son notas musicales (pg. 200). Del mismo modo, nos hace ver como con Bach la música se independiza por primera vez de la palabra, para afianzar su propio lenguaje y seguir su propio (dis)curso. Igualmente, Furtwängler analiza la más que superada oposición Wagner-Brahms (ya entonces), aderezada sin embargo por el caso Wagner-Nietzsche (¡y sus pequeños nietzschezitos!).

Johannes Brahms
El director también recuerda el genio de Bruckner, heredero de todos los medios artísticos del romanticismo, y a Haydn, por medio de un himno escuchado en la lejanía que le conduce a una emotiva –y panteísta- reflexión; o a Brahms, en otro esclarecedor y fundamental escrito; un autor de “evolución intensiva” más que “expansiva”, siempre en contraposición con una música “del futuro” que, ironías del destino, ha acabado envejeciendo rápidamente. Furtwängler también reflexiona sobre el papel de las grandes orquestas (con sus sonidos distinguidores), por ejemplo, con respecto a la impostada escisión entre la denominada “música seria” y “de entretenimiento”; o entre las interpretaciones “creativas” o aquellas que se muestran “fieles a las notas”. El director plantea la cuestión de hasta qué punto es más importante la fidelidad filológica que el espíritu, y seguidamente proporciona su modélica respuesta. Todo ello, junto a otros aspectos igual de interesantes, como son el surgimiento y expansión del jazz, o la música grabada para gramófono.


Una música, en definitiva, que siempre será música en la medida en que el intérprete sepa comprenderla y comunicarla. Así, el valor distinguidor cultural de, por ejemplo, El cazador furtivo de Weber, coexistirá y hallará acomodo en el seno de una civilización cada vez más “global”.

Representación de Los Maestros Cantores

Otra cuestión interesante es la idoneidad o no de la ejecución completa de determinadas obras “con variaciones”, como son El arte de la fuga o El clave bien temperado de Bach. Además, advierte Furtwängler del peligro de que la vida musical sea organizada por quienes nada saben de música, junto con el divorcio de los autores “actuales” con el público. Recuerda el autor que el buen artista es un ser vinculado con la comunidad (esa idea de que el pueblo está formado de manera difusa por zoquetes es inexacta; pueblo somos nosotros, a pesar de algunos de esos zoquetes).

Añade con sumo acierto Furtwängler que si pese a todos los esfuerzos de críticos, teóricos e historiadores, no se ha logrado destruir el genio artístico, es señal de que el arte es aún una necesidad real para todos (pg. 113). Ahora, bien, también recuerda el autor que una obra de arte verdadera plantea una serie de exigencias a sus receptores; les exige estar a cierta altura (cultural), y a escapar de la prisión de lo trivial, para así poder hacer frente, “en igualdad de condiciones”, a unas teorías que se tornan más “populares” cuanto más necio y primitivo es su contenido (pg. 254).

El director y compositor dedica reflexiones muy acertadas a esta última cuestión, por ejemplo con respecto al contenido de Los maestros cantores de Viena. Y recordemos, al hilo de lo dicho, y como caso in extremis, su carta-respuesta a Goebbels, el temible y trastornado ministro de “propaganda” que fomentó el odio al extranjero, un problema focalizado en el deseo de expulsar a Hindemith de Alemania.

Beethoven

Para Furtwängler, musicalmente hablando, el ser humano responde a la ley del efecto más que del afecto, ya que, como añade, la asimilación de una obra (una sinfonía) supone una exigencia inusual para el oyente moderno, solo dispuesto a captar los efectos momentáneos. Es decir, que algo se ha perdido durante el proceso; tal vez, el interés por un pasado bien entendido. Como para este oyente pasivo solo existe el momento presente, se explica que puedan reaparecer como nuevos, argumentos que ya fueron escritos, y para colmo con bastante mejor fortuna. Aquí, el carácter cíclico de la cultura resulta devastador.

Y es que, como recuerda el músico, no es la carencia de fallos o el grado de audacia lo que da la medida de importancia de una obra, sino la fuerza y grandeza de su enunciado. Además, la ciencia histórica ha supuesto que el arte moderno, por el hecho de existir, debe ser la expresión más adecuada para nuestra época, pero un arte que ayer estaba vivo, no puede estar muerto hoy de repente (pg. 215).


El pensamiento de Wilhelm Furtwängler es lúcido y tiene aún más cabida a día de hoy. Se trata de una modernidad que sorprende. En Sonido y palabra propone unas formidables exegesis que se basan en la experiencia personal, en una ejecución nunca igual así misma, pero siempre sostenida por los mismos principios e ideales (“ser actual” y hacer “música viva” no es lo mismo). Es el legado de un hombre que nos ayudó a comprender que los clásicos no son necesariamente obras cerradas, sino que siguen teniendo mucho que decir, siempre que se esté dispuesto a escuchar. Además, como curiosidad, ¡también sabremos cuál fue la primera (gran) sinfonía que dirigió! (pg. 101).

Escrito por Javier C. Aguilera "Patomas"


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