¡A ponerse series! (IX): Sherlock Holmes

15 julio, 2013

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Jeremy Brett con David Burke y Rosalie Williams
Sra. Hudson: ¿A qué hora quiere desayunar?
Holmes: A las ocho y media de pasado mañana.

La serie Sherlock Holmes (1984-1994) emprendida por ITV/Granada TV fue una tarea similar a la realizada con Poirot (labor que está a punto de concluir), por la misma cadena.

Se trataba de poner en escena los relatos del detective con la mayor fidelidad posible. Lamentablemente, en este caso, la muerte de Jeremy Brett (1933-1995) en el rol principal, dio al traste con el resto de adaptaciones, que se ofrecieron siguiendo los títulos genéricos de los libros que compilaban dichos relatos; esto es, Las aventuras de Sherlock Holmes, El regreso de Sherlock Holmes, Las memorias de Sherlock Holmes y Los casos de Sherlock Holmes (versión de El archivo de Sherlock Holmes); junto a El perro de Baskerville y El signo de los Cuatro. Faltarían Estudio en escarlata, Su último saludo en el escenario y El valle del terror, pero el material es suficiente por mucho que lamentemos que no pudiera completarse.

De hecho, uno de los problemas derivó de la enfermiza identificación del actor con el personaje, algo que tal vez no tenía parangón desde Bela Lugosi con Drácula, y lo cual, sumado al progresivo desarrollo de una depresión maníaca, que le llevó a depender de un fuerte tratamiento, junto a la muy sentida muerte de su esposa en 1985, recién comenzada la serie, le terminaron por provocar un fatal fallo cardíaco.

Holmes: ¿A la policía? ¡Con lo difíciles que les resultan los hechos! (El círculo rojo).

El Holmes de Jeremy Brett es algo teatrero, algo efectista, pero pese a todo plausible… estamos de nuevo inmersos en los entresijos de una mente “fuera de lo normal”, de los estudios acerca de cigarrillos sin boquilla, ¡o de las cuarenta y dos marcas de rueda de bicicleta! (La escuela Priory), la pipa, el violín (en La liga de los pelirrojos disfrutan de un recital ofrecido por Sarasate), la grafología, las pisadas sobre el terreno, los distintos tipos de cenizas y la dramática reaparición de los pecados del pasado.

Quitando los efectistas y pobretones flashbacks, rémora de la televisión de entonces y de ahora (El paciente interno, El pie del diablo), y un abuso de primeros planos que parten la planificación (no en todos los capítulos), Sherlock Holmes es una serie bastante disfrutable. Incluso se permite un humor muy saludable, por ejemplo, con la dislocada y vivaracha fuente de la juventud de El hombre trepador. En otras ocasiones, debemos ser algo más condescendientes: en El caso del puente Thor (en que aparece el joven botones Billy), la víctima brasileña es descrita como una “hija de la pasión”; y en Los seis Napoleones, los italianos son mostrados con todo lujo de aspavientos y ceremonias.

Señalemos, además, que David Burke (el doctor Watson), fue sustituido tras la primera temporada por el mucho más eficaz Edward Hardwicke. Por su parte, Rosalie Williams se hizo cargo a lo largo de toda la serie de interpretar a la Sra. Hudson, aquí más sufrida que nunca.

Con Edward Hardwicke
Watson: ¡Holmes, eso es profanación! (La vieja mansión Shoscombe).

Sherlock Holmes se abre mostrando una bulliciosa Baker Street, con el detective observando desde la ventana, punteadas las imágenes por la bella música de Patrick Gowers (su elogiosa labor se extiende a lo largo de todos los capítulos). Todo ello entronca con la particular delectación y ensimismamiento que Holmes mostrará ante los casos más aberrantes y atractivos (La banda moteada, Los tres frontones).

Otro acierto de la serie reside en el cuidado diseño de producción, que además aprovecha todos los exteriores naturales que ofrece el país, desde Surrey en El pabellón Westenra, a las vacaciones por prescripción facultativa en Cornualles en El pie del diablo, hasta el regreso al norte de Dartmoor en Estrella de Plata. Y por descontado, están las calles de Londres, las posadas campestres, los caserones, las viejas iglesias y hasta criptas en medio de la foresta (La vieja mansión Shoscombe, capítulo más “ambiental” que narrativo).

El ya clásico tema de las vacaciones frustradas reaparecerá en La desaparición de lady Frances Carfax, en el cual Holmes dispone los dramatis personae como en un tablero de ajedrez, y episodio de devastadora conclusión, obra de John Madden. El realizador filmará además La escuela Priory, uno de esos casos que hacen chiribitas en los ojos de Holmes. En este mismo capítulo, la suficiencia del duque Holdernesse (Alan Howard), dará un giro cuando el detective reciba su cheque. Aquí, rara vez se sitúa la cámara fuera de la mirada del detective (arranques aparte), y cuando una vez lo hace, para mostrar una conversación, será para crear una impresión falsa.

El citado duque hallará su némesis en el conde Gruner (Anthony Valentine) de El cliente ilustre, curioso coleccionista que se regodea en su álbum de fotos eróticas, aunque se muestre tan refinado como el finado Moriarty (aquí sabemos quién es el asesino desde el primer momento, todo un serial killer de alto copete). A retener dos buenos detalles en este capítulo: los periódicos dan la noticia del ataque a Holmes (una pelea que pierde), junto a la chanza de la señora Hudson, pillada in fraganti fisgando tras la puerta.


Holmes: La prensa es una institución valiosa, si uno sabe cómo usarla (Los seis Napoleones).

La serie incide, como podemos suponer, en otros aspectos de la creación literaria, como su aprensión a la merma de facultades durante los periodos de altibajos o el temor a no enfrentarse más que criminales vulgares, todo lo cual le hace profetizar la extinción de su profesión (La desaparición de lady Frances Carfax, El constructor de Norwood, El aristócrata solterón, Los planos del Bruce Partington; “las noticias son estériles”, comenta en El pabellón Westenra).

Pero también el placer ante los casos en apariencia más banales, que resultan ser “bombas de relojería”, tales como El ciclista solitario (de ritmo un tanto desfallecido: se trataba del primer capitulo; a cambio, vemos a un Holmes muy activo, repartiendo mamporros), Los bailarines, La liga de los pelirrojos o El hombre del labio torcido. Y es que “es en las manifestaciones menos importantes de donde se saca el placer más intenso”, como dirá en Las Hayas Cobrizas.

Ese carácter hiperestésico lo abocará a depender de una población a la que a veces acusa de trivial (y de paso a Watson y sus relatos: ¡y eso que al menos la gente disponía de unos modales exquisitos!). Se trata de su particular lucha contra el aburrimiento. Y de ahí, pasamos a los casos más importantes, aquellos en los que la nación dependerá de sus habilidades, como sucede en El tratado naval, Los planos del Bruce Partington o El misterio de la segunda mancha.

Naturalmente, también se verán reflejadas sus dependencias con la droga, a causa de la inactividad, como observamos en El ciclista solitario, Escándalo en Bohemia y El pie del diablo, en el que el detective necesitará experimentar con la sustancia venenosa; o su habilidad para los disfraces, como en El constructor de Norwood o de nuevo Escándalo en Bohemia (que contiene, además de un Holmes no muy inspirado, un buen detalle: la venda sobre los ojos de los músicos cuando “La Mujer” y el monarca bailan; además, la actitud del detective ante el citado monarca demuestra su bien ganada independencia).


Holmes: Hoy voy a necesitar su compañía y apoyo moral, Watson (El constructor de Norwood).

El eje pivotal es, naturalmente, el personaje de Sherlock Holmes, al que también descubriremos conmovido (o asqueado de algunos no-semejantes), como en El mago (The crooked man), un caso cuyo final queda abierto y que le llega a través de las relaciones de Watson con el ejército, para lo cual antes deberá vencer el inconveniente del corporativismo castrense, y que demuestra que no hay nada como hacer un matrimonio provechoso en este mundo.

Como sabemos, Holmes posee una memoria inaudita, lo que demuestra con la descripción que hace de Moriarty en La liga de los pelirrojos; y además, en la mayoría de los casos, opta por guardarse la información para sí (y de cara al lector), la cual parece muy gustoso de ofrecer solo al final, como comprobamos de nuevo en Los seis Napoleones. No es para nada dado a efusiones (el reencuentro con la Mrs. Hudson en La casa vacía), y lleva un utilísimo archivo de clientes para refrescar la memoria. Destaca La banda moteada, caso que le llega por recomendación de otros, precisamente, y capitulo espléndido por su desarrollo narrativo y por las interpretaciones que contiene: a retener el temblor de la mano de Holmes por puro miedo. Por otra parte, esporádicamente echará mano el detective de los pillos de Londres, los “Irregulares” de Baker Street (El cliente ilustre, El signo de los Cuatro, El detective moribundo), para adelantar en sus pesquisas y conseguir información extra.

Citábamos La casa vacía; como sabemos, en este relato se produce la reaparición del detective después de tres años y pico (la acción pasa de 1891 a 1894), tras su enfrentamiento con el profesor Moriarty (Eric Porter) en El problema final, aunque no quede claro cómo todos están tan seguros de su muerte si, como se asegura, el cuerpo nunca fue encontrado. Eso sí, Holmes podrá obrar con total libertad desde su muerte; casi se diría que se trata de una liberación.

No obstante, el episodio del regreso muestra otros buenos detalles: a Holmes durmiendo como un vampiro, la presencia del tirador que aparecía (y desaparecía) en el citado El problema final, el juez “clasista” que no siente el mismo respeto por el testimonio de Watson que por el de un inspector de policía, y el comentario del detective ante la torpeza en el proceder del pobre doctor y los policías suizos que le acompañan, en la catarata de Reichenbach, momento visualizado en retrospectiva.

Holmes: Le ruego que no me hable durante cincuenta minutos (La liga de los pelirrojos).

Destaquemos otros buenos momentos. En El ritual de los Musgrave la caza del tesoro que se desata deviene apasionante. Además, Holmes comenta que desea recopilar algunos de sus primeros trabajos… por su cuenta. Aquí la acción se traslada a tierras de Sussex, aunque Reginald Musgrave (Michael Culver), el ex compañero de universidad de Holmes, parece estar en las nubes cuando pregunta a Holmes ¡a qué se dedica! Raro ejemplar aristocrático que no lee siquiera la prensa (como anticipábamos, sobran unos ridículos insertos, que por fortuna se sitúan justo al principio).

Watson también es un personaje bien defendido, que se sentirá molesto cuando no pueda atender su consulta como es debido. En La piedra de Mazarino le vemos poner en práctica los métodos de Holmes, y en La banda moteada también buscará pisadas sobre el césped.

Ambos amigos se encuentran en plena forma (tiene gracia el cálculo de la velocidad del tren en el que viajan) en Estrella de Plata, otro de los mejores capítulos, no por la trama solo, sino porque se nota el deseo de hacer algo diferente mediante la realización: la disposición de los actores, se procura no cambiar de plano innecesariamente, no fragmentando una conversación.

Excelente es también El hombre del labio torcido, por su arranque: Watson se interna en los barrios marginales tratando de localizar a un conocido ¡para acabar topándose con Holmes! El relato nos muestra la otra cara de Londres, la del opio, e igualmente destaca la entereza de la esposa, uno de los personajes mejor descritos. Y gozosamente, la aventura de este príncipe mendigo, da como resultado el capítulo más políticamente incorrecto de la serie.

Mycroft: ¿Recuerdas lo que decía papá? No recuerdo las palabras exactas… Eliminad lo imposible…

Holmes tiene un igual en la buena relación que mantiene con su hermano Mycroft (magníficamente interpretado por Charles Gray, y personaje al que “desagrada en extremo alterar sus costumbres”: Los planos del Bruce Partington). En El intérprete griego conoceremos los entresijos del fabuloso Club Diógenes, allí donde se rehuye la palabra… y la mirada casual. El personaje reaparecerá en La piedra de Mazarino y Las gafas de oro (donde el ausente será el buen doctor). Otro detalle interesante a destacar es la presencia de unos inspectores de policía que no son retratados como unos ineptos; también saben pedir ayuda a Holmes sin menoscabo de su reputación u orgullo, como demuestran Hopkins (Nigel Planer), que es elogiado por el propio Holmes (La granja Abbey, El círculo rojo); Lanner (John Ringham, El paciente interno), Martin (David Ross, Los bailarines), Gregson (Oliver Maguire, El intérprete griego), el divertido Baynes (Freddie Jones, con su habitual sorna) en El pabellón Westenra; Gregory (Malcolm Storry), que en Estrella de Plata se congratula en seguir los métodos del detective, lo que también complace a Holmes; Jones (John Labanowsky, La liga de los pelirrojos); y el propio Lestrade, el más pagado de sí mismo (Colin Jeavons).

Éste último parece ganarle la mano alguna vez (El constructor de Norwood, donde queda grabada esa ama de llaves interpretada por Rosalie Crutchey, ¡junto a una Baker Street en obras!), pero solo lo parecerá. A destacar la vigilia compartida con el inspector en La casa vacía; además, Lestrade no dudará en involucrar a Holmes en El misterio de la segunda mancha.

También son interesantes los episodios navideños: El rubí azul nos hace reflexionar acerca de dónde proceden las grandes fortunas (como ocurría en El colegio Priory), y gira en torno a la desaparición de un valioso pedrusco, cuyas facetas remiten a sendos crímenes, según constata el detective; y La caja de cartón, que nos muestra a un Holmes más falible, junto con una de las imágenes más bellas (y terribles) de toda la serie: la del rostro congelado de la víctima, bajo el hielo: atrapada en el tiempo como un retrato inmortal sobre el que Holmes reflexiona en silencio.

Con Colin Jeavons como Lestrade
Holmes: Tanto aire fresco me va a matar (El misterio del valle Boscombe).

Otro momento destacable lo hallamos en El círculo rojo, donde Holmes nos sorprenderá parafraseando a Jorge Manrique (1440-1479). Aquí, el inspector Hopkins se da cuenta de que Holmes habría actuado de otro modo, ya que “solo está sujeto a la justicia”, pero a él no le queda más remedio que proceder con los requisitos legales… desgraciadamente. No ocurrirá así en El pie del diablo, episodio en el que Holmes confiesa que nunca se ha enamorado, El misterio del valle Boscombe o La granja Abbey, donde se lamenta de haber hecho más daño descubriendo al criminal, por dos veces.

Del mismo modo, el detective no perdona la muerte de un inocente, como demuestra en El intérprete griego. En este capítulo se encuentra otra buena idea: los griegos del relato no cruzan una sola palabra, se comunican escribiendo en una pizarrilla. Otros apuntes sugestivos son el ensimismamiento de un Holmes ya imbuido en el misterio del caso, mientras la policía se lleva al infortunado Hector McFarlane (Matthew Solon) en el citado El constructor de Norwood; no obstante, ambos cruzarán sus miradas cuando el detective asome por la ventana. Como curiosidad, es en estos primeros episodios cuando Holmes y Watson visitan con asiduidad los establecimientos colindantes al 221b.

Otro ejemplo llamativo es la imagen del tronco flotando en el río que llama la atención de Holmes, junto a la lápida incrustada en el lodo bajo el puente, en La granja Abbey; o aquellas imágenes que nos muestran qué hace el detective cuando “desaparece”, en El signo de los Cuatro, un relato en el que, finalmente, no se concreta la relación entre Watson y la sta. Morstan (como sí ocurre en el relato original).

Holmes: Si la solución no es de este mundo, yo no podré llegar a ella (El pie del diablo).

Curiosamente, no es El perro de los Baskerville la adaptación más airosa; se deja ver con agrado, pero como hemos señalado, hay mejores episodios. Se prescinde de todo tipo de prólogo para ser más fiel a la escritura (que no al espíritu) del relato original, y entre sus aciertos podemos comentar que la mansión escogida es realmente magnífica (será una tónica de toda la serie), junto a la descripción por medio de un plano del páramo al que van a acudir Holmes y Watson por ver primera, la fisicidad del mismo, y la referencia a la lobotomía del evadido Selden. A estas alturas, poco importaba desvelar la identidad del asesino “antes de tiempo”, para tratar de jugar con otros elementos del relato. Más interesante es El vampiro de Sussex, cuyo periplo será el opuesto al de Baskerville; aquí pasaremos del escepticismo a la creencia en “algo más”. El relato se desarrolla a la manera clásica, en una comunidad apacible, en la que acabarán confluyendo dos mitos: Holmes y el vampiro.

Sobresale la idea acerca del fenómeno psicológico por el cual se puede “extraer” toda la energía de una persona, junto a la dependencia en una influencia malsana, que derivará en la “proyección” de todo un pueblo, que acaba observando en el Otro sus propios defectos. El caso es que aquí el detective se enfrenta a un problema de contornos intangibles, el de aquel que se cree poseído (o un vampiro); estamos en el reino de una imaginación trágica. Un atractivo momento por atmosférico es la visita a las ruinas de la mansión Stockton, junto a la experiencia “sobrenatural” narrada por el propio Watson. Si pasamos por alto los efectitos de turno y algún reinserto innecesario, se trata de un notable relato.

Por su parte, en El aristócrata solterón se constata que nadie puede escapar a su propia muerte. El Castillo Gloven es un entorno de ensueño, que en realidad es de pesadillas, un símbolo de lo que se oculta en cada casa. Seguimos en el terreno de El vampiro de Sussex, solo que aquí el terror adquirirá formas más tangibles. Lord Robert St. Simon (Simon Williams: su personaje tiene puntos de conexión con el que interpretaba en la mítica Arriba y Abajo) es un personaje que parece equipararse a Holmes al mostrarse ambos presas del aburrimiento y tan enjaulados como los animales que pululan por el relato.

Más aún, el detective plasma en un cuaderno de dibujo sus visiones y pesadillas (que resultarán tener carácter de premonición); en realidad, son la verificación de la soledad de una mente privilegiada, la cual le planteará la resolución de su caso más singular: el desciframiento de su propia mente. De nuevo los insertos e ilustraciones de los sueños tormentosos de Holmes son lo peor de la función, pero despunta la evidente intención de dotar de una mayor complejidad al personaje: su conexión mental con la víctima no es la peor idea que se les podía ocurrir, aunque zozobre su ilustración. Por otra parte, la trama se alarga en exceso, sobre todo en los prolegómenos. Con todo, en El aristócrata solterón, Holmes sí encuentra “un rival de altura”, perverso y degradado. Y una nueva forma de terror.


Holmes: Qué placer tan especial conocer un hombre con una mente tan lógica como la suya (El detective moribundo).

Otro villano de altura será Charles Augustus Middleton, “el peor hombre de Londres”. Se trata de un tratante de arte y un chantajista, pero lo más interesante del capitulo será la relación que Holmes entabla con la criada de Middleton, que recordará al detective el arrojo de las clases más desfavorecidas. Claro que él también habrá de “sacrificarse”: Hemos paseado, conversado… si yo le contara…, comenta apesadumbrado a Watson. Una actitud que quedaba contrastada en El detective moribundo, donde Holmes discurría con toda la frialdad de su cabeza, con lo que ello conllevaba de falta de “humanidad”.

Finalmente, en Los tres frontones, el detective constata que el tiempo ya no está de su parte. Cuánta gente y cuan pocos objetivos, comenta al ver pasar a la gente. Su atracción por el abismo está completando el círculo; para él, las individualidades son objetos uniformes, sin vida. Curiosamente, destaca en el relato su relación con un columnista, otra persona que se alimenta de las debilidades e idiosincrasias de los demás, junto a la presencia de una nueva femme fatale.


Entre los rostros más recordados por los aficionados encontramos los de Ronald Lacey, Simon Williams, Kika Markham, Harry Andrews, Stuart Wilson, James Purefoy, David Langton, Rupert Evans, Frank Finlay, Peter Finch, un jovencito y escuálido Jude Law (futuro Watson), Damien Thomas, Denis Quilley, Joss Ackalnd, Natasha Richardson, Michael Culver, Daniel Massey, Gayle Hunnicutt y, por supuesto, Charles Gray como Mycroft y Eric Porter como Moriarty.

Escrito por Javier C. Aguilera

Próximamente: Sí, Ministro & Sí, Primer Ministro


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